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Fecundación fraudulenta

Episodio 17

Ricardo Ludovico Gulminelli
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Llegaron a una amplia y confortable habitación, en la cual había hasta un baño de hidromasajes; la música era suave y melódica y todo invitaba al amor. La besó cariñosamente, acariciándola al mismo tiempo, aprendiendo su geografía. Ella lo dejaba hacer, no ponía obstáculo alguno; por el contrario, lo invitaba a proseguir besando el cuello de su amante, acariciando sus muslos, su espalda. Para él, todo parecía mágico, protagonizaba un maravilloso sueño; cada centímetro de la piel de Alicia era una invitación para sus labios. Recorrió cada vericueto de su cuerpo, acercándose a las zonas prohibidas, que generosamente se le ofrecían. Normalmente, cuando hacía el amor usaba todos los recursos: lo importante era darle placer a su amada. El beso sexual era para Roberto una indispensable herramienta; no quería ser egoísta, por lo tanto le hacía feliz que su compañera disfrutara del sexo junto con él. No le gustaba usar a la mujer como un mero objeto de su goce; por eso era fundamental que Alicia vibrara y, en este caso, era fiel a sus normas de conducta. Sentía una sola diferencia, una novedad en sus propias sensaciones: esta vez, Roberto disfrutaba enormemente todo, nunca lo había sentido así. Era como si la felicidad que le proporcionaba a ella repercutiera en su interior. En el placer de ella era el suyo propio; es más, solamente podía satisfacerse si experimentaba que ella quedaba satisfecha a su vez. En suma, Alicia se convirtió en el centro de la relación sexual; eran las ondas que de ella provenían las que marcaban el compás y el disfrute de Roberto. No recordaba él haber degustado con tanto deleite el goce ajeno. Alicia lo advirtió, se esforzó más aún en hacerlo feliz y lo consiguió plenamente. Se prodigaron todas las atenciones que el amor ha inventado, bebieron las esencias que anuncian la explosión, evitándola a tiempo. Si ambos hubieran tenido que calificar esos momentos, podrían haber dicho simplemente que nunca los olvidarían, que a la hora de la muerte, de la irremediable partida, estarían presentes esos instantes. Allí el placer experimentado, el aroma de la piel amada, su agradable transpiración. Constataron una vez más que, cuando un hombre y una mujer realmente se atraen, todo parece compatible. El sentimiento de asco desaparece por completo y se genera por lo contrario el sano encantamiento de uno por el otro. Besar, lamer, aferrar, penetrar, es imprescindible; cada recoveco del cuerpo del amado o de la amada quiere ser recorrido. Es una experiencia emocionante, sublimada al ser compartida. Disfrutar en la intimidad esa total desinhibición, ese brindarse por completo, ese conocerse sin límites, provoca en la pareja una sensación comunitaria, de complicidad o connivencia en el amor, en las pasiones más bajas. Pocas cosas unen tanto a un hombre y a una mujer: casi se podría decir que es antes, y después. Una mujer no es igual luego de haber «pertenecido» realmente a un hombre; por más que se quiera disfrazar esta realidad con críticas a los convencionalismos o con manifestaciones de informalidad, esto es así. La mujer agradece que la posean, que se adueñen de ella, le gusta pertenecer, aunque sea de un modo figurado o por algunos momentos nada más. Quiere estar sometida al hombre amado, lo necesita. Cuando llegó el momento de máxima excitación, Roberto no le hizo necesario a Alicia recordarle que debía usar un preservativo. Con toda consideración, dominando sus instintos, hizo un alto para colocárselo; lo hizo con desagrado pero sin quejarse. Cuando estuvo listo, se apuró para poseerla: temía que la hiperexcitación que sentía lo inhibiera, que afectara la erección que alcanzara. Le había pasado varias veces, especialmente en los primeros contactos, no estaba dispuesto a correr ese riesgo, temía dar una imagen poco viril... Pero fundamentalmente no soportaba la idea de demorar la tan anhelada «apropiación» de la muchacha. Rápidamente se ubicó entre las piernas de Alicia que a ello lo invitaba, y lenta, pausada, dulcemente, la penetró. Hundirse en ese oasis de juventud lo revitalizó: se sintió maravillosamente bien allí dentro. Era como si sus diferentes edades se hubieran confundido, entremezclado, y como consecuencia hubiera surgido un nuevo y milagroso ser constituido por ambos. Efectivamente se sentía parte de ella, tanto como ella parte de él. ¿Había experimentado antes algo parecido?. No lo recordaba; tal vez en su adolescencia, en sus primeros y fogosos romances. Pero todo parecía haberse borrado ahora, solamente existía Alicia, sus firmes muslos se escurrían bajo el cuerpo de Roberto como movedizos peces, apoyaba la frente en sus pequeños y perfectos pechos, besándolos, lamiéndolos, degustándolos como un ávido bebé. Ella estaba radiante, eufórica, dejó de lado en esos momentos la dramática situación que vivía, dedicándose exclusivamente a vivir intensamente esa excitante cópula. Transportada, en plenitud, sintiéndose amada, deseada, protegida, Alicia descansó en una imaginaria nube de suprema bonanza. Ese cuerpo que la penetraba, esa voz que le susurraba frases cariñosas al oído, esas manos que recorrían su cuerpo, que la acariciaban temblorosas, eran legítimos portadores de un mensaje de verídico amor, de afecto desinteresado y puro. Con lágrimas en los ojos, agradeció ser querida tan cálida, tan benéficamente. Roberto ansiaba apretujarla entre sus brazos hasta quitarle la respiración, tanto deseaba fundirse a ella. Amaba cada trozo de la muchacha, su frescura, su sencilla belleza, el perfume de su piel y todo aquello que conformaba su sexo, mágica puerta de acceso a una oculta dimensión del placer. Gracias a ella había ascendido hasta un grado superior, sublime, de excitación. Fue Alicia la que primero llegó al orgasmo hacía mucho tiempo que no tenía relaciones sexuales, desde la ruptura con su último novio, Esteban. Había transcurrido casi un semestre, extrañaba el sexo, lo necesitaba, no había encontrado la ocasión ni la persona adecuada para permitírselo. Ahora se abandonaba a su goce sin obstáculo alguno. La tensión sexual reprimida durante tantos meses afloró repentina y violentamente. Sus contracciones la hicieron estremecerse y en esa cúspide de sensaciones fue intensamente feliz. Roberto, por su parte, no fue ajeno a ese desborde, siendo inevitablemente arrastrado por esa corriente. También se derrumbó, volcando su contenida esencia y desmayándose de inmediato en el pecho de la muchacha. Quedaron ambos abrazados, cubiertos de una transpiración que, como los otros humores compartidos, también los ligaba íntimamente. Alicia volvió en sí como herida por un dardo: recordó repentinamente que debía cumplir su misión. Despertando tempranamente de los efectos de la sensacional fusión que había tenido con su amado, se dispuso a realizar su ingrata tarea. Bajó su mano, acariciando suavemente el sexo de Roberto; él se encontraba profundamente dormido, como drogado, todavía borracho de placer y disfrutando enormemente el contacto con Alicia. Estaba totalmente relajado e incapacitado para tener reacción alguna. Eso facilitó inmensamente el trabajo de la muchacha. Mediante lentas caricias, fue retirando el profiláctico del pene de su hombre, cuidadosa, lentamente, sin que éste advirtiera otra cosa que la de ser objeto de algunas caricias. Finalmente, tuvo el valioso contenido intacto, íntegro entre sus manos. Fue al baño, hizo un nudo en el extremo superior del preservativo y contempló el semen que tan generosamente había derramado en su interior Roberto. Esa primordial dosis era nada menos que el precio de la salvación de su hermana, pero además el símbolo de la encantadora unión que habían tenido. Guardó la vital carga en un recipiente térmico que el ginecólogo especialmente le había proporcionado. Ignoraba bajo qué condiciones había que conservar los espermatozoides, aunque notó que en el interior del envase la temperatura era muy baja. Vacilante, se limitó a cumplir las instrucciones.

«¿Y si no le entregaba el esperma a Álvez?», volvió a preguntarse; podría pedirle a Guillermo que se masturbara y entregarle a Álvez su descarga seminal, ¿se llegaría a dar cuenta? «No, es muy riesgoso», terminó concluyendo la muchacha, «si descubre el engaño, jamás intervendrá a Mabel; además, ¿qué perjuicio le evitaría a Roberto de este modo? Estoy pensando estupideces, debo comprender que, además, tampoco tengo derecho a comprometer a mi primo en esta porquería.»

Como siempre, volvió a pensar que estaba en un callejón sin salida. Cuando volvió a la cama, Roberto dormía profundamente y en sus labios afloraba una sonrisa. La muchacha agradeció que así fuera, porque de ese modo no tendría que enfrentarlo ni disimular su traición; se recostó a su lado. Al cerrar los ojos la invadieron en tropel todas las experiencias que había vivido en las últimas horas, las buenas y las malas. Mientras se adormilaba, desfilaron imágenes de Mabel, de su madre reprochándole lo que estaba haciendo, del inescrupuloso Álvez, hasta de su antiguo novio con el cual no se había querido casar, porque descubrió que no lo amaba. Y volvió a sentir la febril sensación de ser penetrada por Roberto, su orgásmico desvanecimiento. Por fin se durmió y sus fantasmas dejaron de molestarla.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónNoviembre 2000
Colección RSSNarrativas globales
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