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Fecundación fraudulenta

Episodio 1

Ricardo Ludovico Gulminelli
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MAR DEL PLATA
Viernes, 21 de abril de 1989

Alicia se detuvo junto a la puerta del consultorio ginecológico de Esteban Álvez, nerviosa, angustiada. Sentía que algo desconocido, inquietante, quizás peligroso, la acechaba allí adentro. Vacilante, presionó el timbre. Necesitaba ayuda, no tenía opción...

Estela Cáceres, una secretaria silenciosa y lúgubre, al servicio de Álvez desde hacía un lustro, la hizo pasar.

Los ambientes eran sobrios y estaban decorados para agradar. Sin embargo, Alicia no se sentía cómoda. Había algo allí que la intranquilizaba, casi imperceptible, siniestro. Algo que le erizaba la piel.

Alicia tiene veinticinco años y es espléndida, una de esas muchachas que calan hondo en los hombres. No despierta en ellos un deseo salvaje, ni una mera atracción física; genera sensaciones más profundas, moviliza tibias e íntimas fibras. Es una mujer que deja el sabor de su presencia en cada cosa. Verla partir, perderla, no poder asirla, tocarla, tan sólo acariciarla, puede ser doloroso. Bien lo sabe la pequeña y cálida Alicia y eso aumenta su mágico encanto. Corre por sus venas la fogosa sangre boloñesa de sus abuelos paternos y la noble castellana de los maternos; lo mejor de su ascendencia se sintetizó en Alicia. La miel de su cabello brilla tibiamente, se mimetiza con sus ojos; su imagen transmite una templada sensación de otoño, una pacífica unidad, una delicada armonía. De mediana altura, no es muy delgada ni tampoco exuberante, tiene pechos pequeños, pero turgentes. Reservada, de una dulzura infrecuente, de hipnotizante hermosura, es como un manantial de afecto, del cual resulta imperioso beber. Alicia es una de esas mujeres que saben que casi inevitablemente enamoran a los hombres. No es posible acercarse a ella y salir indemne. A pesar de ello, no es soberbia, ni superficial, ni vanidosa, sino profunda, sensible, melancólica... Odia juzgar a su prójimo, prefiere ser tolerante. Sus humanitarios sentimientos la inducen a prodigarse, a ser bondadosa.

El doctor Álvez la recibió luego de una hora de espera. Cuando pasó a su despacho, estaba ansiosa, había en sus manos un ligero temblor.

Esteban Álvez es un hombre de cuarenta y cinco años de edad, morocho, de cutis aceitunado, alto y de sólido físico. Bien dotado por la naturaleza, dueño de un cinismo y de un desenfado muy particular, está acostumbrado a estar en contacto con las bajas pasiones. En su consultorio ginecológico, ha aprendido a reírse de las miserias humanas. Los problemas menores para él no existen. Sabe que el tiempo lo despojará inexorable y vertiginosamente de su vitalidad. La muerte lo preocupa, la imagina demasiado cerca. Después de ella, sólo avizora la nada. Ironiza sobre todo, se ríe del mundo, descree de los principios. Ama beberse la vida, atragantarse de placeres, de locura, goza el viento en su rostro, el sol en su piel. Está firmemente convencido de que las diferencias entre los hombres son reales, tangibles. Gran egoísta, se ha separado tres veces, no acepta límites sólo manifiesta debilidad en el amor que siente por su único hijo, aunque nunca se esforzó realmente por él. Durante su infancia, apenas lo frecuentó, ahora es un adolescente rencoroso que se le enfrenta. Resulta difícil encontrar aspectos positivos en su personalidad. Es un idóneo profesional que escudriñando con sus oscuros ojos a las pacientes lee fácilmente en su interior; pocas palabras le bastan para adivinar sus intenciones, conoce como pocos el alma de las mujeres. Disfruta al esclavizarlas, al usarlas a su antojo. Rejuvenece acostándose con jovenzuelas; en su consultorio, halla cotidianamente nuevas aventuras. Pero aún dentro de esta particular forma de vivir, tiene sus preferencias: una de sus amantes, Juanita Artigas, ha sido duradera. Consolidó con ella, un vínculo de difícil calificación, mezcla de amor, de sadomasoquismo, de promiscuidad. Álvez tiene la virtud de liberar los más bajos instintos de sus amadas. El lado sombrío de ellas, su libido sepultada, el universo de sus obsesiones sexuales, lo más vergonzante aflora gracias a él. Sus queridas pierden toda inhibición, se relajan sin límites ante él, saben que no las juzga, que las conoce íntimamente, que si se comportan de otro modo, advertirá que simulan. Álvez sólo acepta la conducta sexual primitiva, cree que es la única auténtica.

Trató amigablemente a Alicia, como siguiendo un secreto código, largamente ensayado.

—Adelante, querida... ¿en qué puedo ayudarte?

Dijo esta frase con una cortante seguridad; se sabía en su propio coto de caza y aprovechó hasta el máximo esta superioridad, su prolongada experiencia como ginecólogo y como hombre.

—Tengo un grave problema, doctor... Vengo a verlo, por recomendación de Héctor Sueyro, es mi primo. Aquí tiene su tarjeta, le ha escrito unas líneas...

—¡Ah!, ¡sí! He tenido algún trato comercial con él. ¿Cómo está?

—Bien, doctor, muchas gracias... Vengo a verlo porque mi hermanita, que apenas tiene trece años, está embarazada de casi tres meses. Si mi padre se enterara, moriría: no podría resistirlo. Ya sufrió tres infartos, no soportaría uno más. No quiero ocultarle nada, doctor. Mi hermana Mabel tiene una deficiencia sanguínea, dificultades de coagulación. Existe riesgo quirúrgico.

—Deberá tener el niño —dijo el médico.

—No es posible, doctor: es sólo una criatura. No supo medir las consecuencias de sus actos, no podría criar a un bebé.

Álvez le dijo muy serio:

—Bueno, pero la cosa no es tan simple. Lo cierto es que su embarazo está avanzado. Aunque te disguste, no lo podés ignorar.

—Por supuesto, doctor. Desde luego, soy consciente de la gravedad del problema, por eso estoy desesperada.

Álvez la miró fijamente y advirtió que cada vez dominaba más fácilmente la situación; la creciente angustia de Alicia desnudaba su estado de necesidad, evidenciaba que estaba a su merced, que podría pedirle lo que quisiera. Esto agradó al experimentado profesional: hacía varios meses que esperaba una muchacha así. Ahora la había encontrado, tenía para ella una tarea muy importante, crucial y perversa.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónOctubre 2000
Colección RSSNarrativas globales
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