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Kensington Gardens

Capítulo I

Wendy

Xavier B. Fernández
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLondres, Kensington Gardens
—Apuesto a que no puedes adivinar cómo he entrado.
—Apuesto a que sí. Entraste por la cerradura, como Peter Pan.
—¿Quién es ése?
—Un muchacho que conocí en los billares.
Raymond Chandler, El sueño eterno.

Tictac, tictac, tictac, tictac.

¿Nunca te ha pasado? Estar a solas en una habitación, en una casa, en silencio, y de repente darte cuenta de que hace rato que oyes el tictac obsesivo de un reloj. ¿Dónde estará? En algún lugar de la casa, rasgando el silencio con su tictac. Y entonces te preguntas por qué no te habías dado cuenta antes de ese tictac que retumba obsesivo y atronador como un tam-tam en la jungla. Tictac tictac, inexorable como el cocodrilo que persigue a su presa, comiéndose los segundos de tu vida uno tras otro.

Tictac, un segundo menos. Tictac, un segundo menos. Tictac...

¿No has sentido un escalofrío entonces? Como si presintieras que algo repta a tus espaldas, presto a saltar sobre ti. Algo que apenas puedes entrever cuando te giras de pronto, porque se esconde tan rápidamente entre las sombras de los sillones y la librería que piensas que todo ha sido producto de tu imaginación. Pero sigues oyendo el tictac tictac, y después de todo quizá no sea tu imaginación, quizá sea el cocodrilo que se esconde entre las sombras preparado para saltar sobre tu espalda y arrancarte con sus fuertes mandíbulas pedazos de carne, de vida, y masticarlos poco a poco, muy poco a poco, tictac un pedazo, tictac otro pedazo. Porque lo que oyes rasgando el silencio de la habitación, de la casa, no es un reloj triturando el tiempo tictac entre las sombras, no, es ese cocodrilo que te persigue tictac tictac desde la cuna hasta la tumba, acercándose a ti, su presa, cada vez más y más, arrancándote a bocados trozos de vida cada vez más grandes, tictac tictac, hasta que tras comerse el último pedazo su tictac desaparece, por fin, en el silencio de la tumba. El cocodrilo, oh, sí, el cocodrilo. El capitán me había hablado de él, y yo al principio creía que estaba loco, que sólo era un pobre viejo obsesionado por los fantasmas de su imaginación. Pero ahora soy yo la que se gira instintivamente cada vez que oigo un tictac, y ése es un gesto que repito cada vez más a menudo. Y entonces me enfado conmigo misma, porque no quiero hacerlo, me siento estúpida al hacerlo, pero no puedo evitarlo. Y pensar que hace veinte años me reía del capitán cuando le veía hacer lo mismo. Claro que hace veinte años yo era muy joven, casi una niña todavía, y a esa edad el cocodrilo te persigue desde lejos. Pero poco a poco va acortando distancias, hasta que un día sientes su aliento reptiliano en tu cogote, y el atronador sonido del reloj en su barriga: tictac, tictac, tictac. No puedes escapar de él. Nadie puede, porque todos los niños crecen. Todos, menos uno. Y yo conocí a ese niño, una vez. Hace veinte años...

Tictac, tictac, tictac, el tiempo avanza sin detenerse nunca.

Tactic, tactic, tactic, el tiempo retrocede veinte años atrás (pero sólo en mi mente). Tactic, tactic, tactic.

Hace veinte años yo aún no tenía veinte años, casi ni dieciséis. Hace veinte años Elvis Presley moría en Graceland atiborrado de fármacos, viejo, gordo y patético. Hace veinte años los Rolling Stones ya eran unos endiosados multimillonarios cuarentones, más preocupados por la rentabilidad de sus inversiones y el funcionamiento de sus próstatas que por los adolescentes de los que aún pretendían (y siguen pretendiéndolo ahora, veinte años más tarde) ser ídolos y portavoces. Pero los tiempos estaban cambiando, como decía su compañero de quinta Bob Dylan. Porque hace veinte años los Sex Pistols asaltaron el palacio de invierno del rock’n’roll, corrieron a patadas en el culo a todos los dinosaurios que allí dormían sobre sus laureles y desde allí escupieron a gritos, entre frenéticos riffs de guitarra, el pesimismo de una nueva generación sin futuro sobre los pálidos rostros de sus (nuestros) mayores. Pero ya se sabe que a los mayores nunca les ha gustado que se les subleven los críos. Y los Sex Pistols sufrieron las consecuencias de su insolencia: les boicotearon en las radios y en las tiendas de discos, llegando hasta extremos ridículos: en 1976, cuando «God Save The Queen», uno de sus himnos de guerra, escaló hasta el numero uno del box office, se negaron a incluir en la lista de los más vendidos tanto el título de la canción como el nombre del grupo. En el primer lugar de la lista aparecía un espacio en blanco donde debía estar escrito «God Save The Queen by The Sex Pistols». Claro que al Bromley Contingent poco le importaba que silenciaran los éxitos de sus ídolos. Y aunque los conciertos de los Pistols eran acontecimientos casi clandestinos que se sucedían de un tugurio a otro, con el nombre del grupo cambiado en los carteles para evitar la persecución, dondequiera que tocasen, y bajo el nombre que fuera, allí estaba el Bromley Contingent, el grupo de sus fieles fans, siguiéndoles a cualquier parte, con la bandera negra por estandarte y no future como grito de guerra.

Hace veinte años, como ahora mismo, había razones de sobra para tanto pesimismo: la crisis económica mordía el bolsillo de las clases bajas, crecía el desempleo, menudeaban las huelgas y los nazis del National Front empezaban a abundar por las calles, con sus cabezas rapadas, sus botas Doc Martins y sus cerebros llenos de mierda. También empezaban a abundar los mendigos tirados por las aceras o pernoctando en las estaciones de metro, y la policía inglesa empezó a utilizar material antidisturbios (cascos, balas de goma, gases lacrimógenos) por primera vez en su historia. Aún no había venido la bruja del este, Margaret Thatcher, a sentar su culo huesudo en la poltrona de Downing Street, pero ya se empezaba a dar a conocer como la Dama de Hierro, nombre de un cruel instrumento de tortura medieval que le iba que ni pintado. Los periódicos conservadores hablaban de ella como la Juana de Arco que iba a conducir Gran Bretaña hacia una nueva era de esplendor victoriano, mientras los periódicos izquierdistas ventilaban sus coqueteos con la extrema derecha ante la indiferencia del hombre de la calle. Los periódicos derechistas tenían razón, como demostró el paso del tiempo. Pero no adelantemos acontecimientos.

Hace veinte años los Clash estaban en su mejor forma. Cada nueva canción suya era un himno de combate, irónico, desesperado, radical y muy, muy divertido, mejor aún que los de los Pistols. Su éxito de entonces: «All The Young Punks». Hace veinte años yo era una adolescente homeless que vagaba entre el Soho y Piccadilly, durmiendo en las estaciones de metro y pidiendo limosna con un muñeco de trapo que me había fabricado con ropa vieja y borra de un colchón despanzurrado que había encontrado en el vertedero. Se llamaba Paddy. Sus ojos eran dos botones y tenía una gran, gran sonrisa pintada sobre su rostro de arpillera. Estaba estrictamente prohibido, y perseguido, utilizar niños para mendigar, así que muchas jóvenes mendigas, como yo misma, empleábamos estos sustitutos artificiales. Sentaba a Paddy en una manta, sobre el suelo de la calle, y pedía a los paseantes: «Por favor, unos chelines para mi bebé. Por favor, unos chelines para mi bebé.» A muchos les hacían gracia nuestros burdos bebés de trapo y echaban algo del níquel de sus bolsillos sobre la manta. Aunque no todos, aunque no siempre, porque la competencia era dura. Como he dicho, había muchas mendigas que usaban el mismo truco. Demasiadas.

Durante el día era casi divertido deambular por las calles bulliciosas del centro, entre turistas, punks, pakis, jamaicanos, chinos de Hong-Kong, árabes y oficinistas con bombín y paraguas. Podía comer algo en el comedor del Ejército de Salvación, o, si la gente había sido generosa con Paddy, podía comprar una ración de pescado y patatas fritas envueltas en papel grasiento, o incluso un par de pastelillos de carne paquistaníes. Pero cuando la noche corría su negra cortina y las calles se iban quedando desiertas y hacía más frío, entonces ya no era tan divertido. Era el momento de recoger a Paddy y su manta y buscar un sitio donde dormir. Además, circulaban historias entre los desheredados que infestaban las calles de Londres. Historias que se susurraban alrededor de las hogueras encendidas dentro de viejos bidones agujereados, en los callejones y los solares abandonados. Historias de mendigos secuestrados, niños muchas veces, a los que no se volvía a ver jamás. O a veces sí, reaparecían, pero con largas cicatrices de cirugía cosiéndoles las carnes y órganos de menos en el interior del cuerpo. Historias de niñas púberes secuestradas para el placer de diáconos, banqueros y lores aficionados al látigo y el cuero negro en recónditas habitaciones tapizadas de terciopelo rojo. Historias de una figura alta y oscura que rondaba por la ciudad de noche, capitán de un ejército de sombras. Historias de una garra metálica, con uñas como garfios o como cuchillos, según las versiones. El espíritu redivivo de Jack el Rojo, decían. El mítico asesino de Whitechapel , que había vuelto con un implante de uñas de metal para abrir la carne de sus víctimas con más comodidad y así extraerles un riñón, un pulmón, el hígado, el corazón... decían que se pagaba buen dinero por esas asaduras.

Pero el fantasma del Destripador no era el único peligro que acechaba en la noche. Había otros mucho más reales: el frío, los bobbies, y hasta los homeless adultos, que podían atacarme para robarme la recaudación diaria de Paddy. O para otras cosas. No, el Londres nocturno no era un lugar seguro para una niña perdida.

Cuando el frío apretaba mucho yo hacía como los otros, dormir en los túneles del metro. Mi favorita era la estación de Hyde Park Corner. Buscaba algún rincón libre y allí me tumbaba, envuelta en la manta y abrazada a Paddy, con una mano cerca de la caña de la bota donde guardaba mi navaja de barbero. Era una navaja muy bonita, con la hoja de brillante acero pulido como un espejo y las cachas de falso nácar. Se la había robado a un viejo barbero del Soho que una vez me ofreció unos peniques a cambio de barrerle los pelos del suelo del establecimiento. Era un roñoso, me dio muy pocos peniques para los muchos pelos que había. Así que yo me cobré la diferencia robándole la navaja.

Una vez, mientras dormía en la estación de Hyde Park Corner, se me echó encima un mendigo. Sus ropas apestaban como un rebaño de cabras que hubieran estado pastando en un basurero. Su aliento olía a dientes podridos macerados en ginebra barata. Me tapó la boca con una mano fétida y renegrida por la roña, mientras con la otra trataba de desabrocharme, capa tras capa, las prendas de ropa que me cubrían. No era tarea fácil: en invierno yo hacía lo mismo que todos los homeless, recubrirme con tantos jerseys, chaquetas, camisas y camisetas como pudiera conseguir, para conservar el precioso calor corporal. Y entonces era invierno. Él no había atravesado aún la primera capa de ropa cuando yo saqué mi navaja de hoja como un espejo y, zas, zas, le dibujé dos líneas rojas en la cara, una sobre cada pómulo, como las pinturas de guerra de un indio. Inmediatamente las mejillas se le cubrieron de regueros de sangre. Se llevó la mano con la que intentaba desnudarme a la cara, y se asustó muchísimo al retirarla y verla toda roja y goteante. Yo aproveché para explicarle, con muchos detalles, lo que podía hacer con mi navaja en su arrugada y sucia polla, si tenía el atrevimiento de sacarla al aire en aquel momento. Supongo que me creyó, porque me soltó y se fue. Entonces, alguien rió a mis espaldas.

Me volví bruscamente, el brazo alzado blandiendo la navaja abierta, amenazadora. El que se reía no se asustó lo más mínimo. Continuó riendo.

—¿Has visto la cara que ha puesto al ver el color de su sangre? —dijo, imitando en pantomima los gestos del mendigo—. Abrió tanto los ojos, que parecía que se le iban a caer de la cara —simuló recoger sus propios ojos cuando, supuestamente, se le cayeron de la cara. Y se rió más fuerte.

Era un chico de mi edad, más o menos. O sea unos dieciséis años, más o menos. Tenía el cuero cabelludo erizado de pinchos de color verde, que habría conseguido embadurnándose el pelo con los restos de algún bote de pintura plástica, como solían hacer por aquel entonces los jóvenes punks sin dinero que gastar en peluquerías. Su cara era ovalada y hermosa, y había algo en ella que te hacía pensar en un gato. Quizá fueran los ojos, verdes, acentuados con una línea de rímel negro bajo el párpado inferior. Sus dientes eran blanquísimos y muy regulares. Le hacían la sonrisa bonita, como una medialuna de porcelana. Iba vestido como Sid Vicious: collar de perro, pantalones vaqueros astrosos, camiseta de los Pistols y una cazadora de piel negra que parecía haber sido arrastrada por el asfalto de todas las calles de Londres. La cazadora estaba adornada con una variada colección de objetos de metal: imperdibles, chapas de botella, candados, cadenas, llaves, cucharillas de té, pendientes, tornillos...

—Ha estado bien eso que has hecho con la navaja. ¡Zas, zas! —me imitó, rasgando el aire con dos fintas de una navaja imaginaria—. Aunque ese saco de mierda ha tenido suerte al haberte atacado a ti y no a mí. Yo le hubiese matado.

—Seguro.

—Claro que sí. Con esto. —Y de su puño creció de pronto una uña de metal muy larga y afilada. Era la hoja de una navaja de resorte.

—Se lo habría clavado en la barriga, así —y apuñaló el aire de abajo a arriba.

—¿Seguro? —dije yo.

—Seguro —dijo él.

—¿Has matado a alguien alguna vez, presumido?

—A muchos. A montones.

—¿Con eso?

—Con esto.

—A montones. Desde luego.

—Y a uno, una vez, le corté una mano.

—Le cortaste una mano. Claro, claro.

—Es el hombre más peligroso de todo Londres. Bueno, de toda Inglaterra. Quizá de todo el mundo. Es un gángster del Soho llamado James el oscuro. Desde entonces le llaman James el manco. Y me odia. Quiere matarme. Pero, la próxima vez que nos encontremos, yo le mataré a él.

—Claro, claro. ¿Y qué había hecho ese hombre tan peligroso para que tú le cortases una mano?

—Quería robarle un riñón a un amigo mío.

—¡Un riñón!

—Sí, él hace esas cosas. Tráfico de órganos.

—¡Tráfico de órganos!

—Y tráfico de drogas. Bueno, eso también lo hago yo. La verdad es que empezamos a pelearnos porque operábamos en el mismo territorio y nos robábamos la clientela mutuamente.

—Eso ya me lo creo más. Porque lo otro es un cuento de vieja. Una de esas leyendas que circulan por las calles sobre el bogeyman alto y oscuro con una garra metálica, ladrón de órganos, ghoul. ¿No pretenderás que me crea que existe?

—Sí existe. Yo le he visto. Y es verdad que lleva una garra metálica. Se la pone en el lugar de la mano que yo le corté. Se la atornilla al brazo así, chas, chas. A veces la sustituye por un garfio muy afilado, y te lo clava.

—¡Te lo clava!

—Sí.

—¿Y quién eres, tú, señor importante?

—Puedes llamarme Peter. ¿Y quién eres tú, señorita importante?

—Puedes llamarme Gwen.

—¿Gwen? ¿Gwen no viene de Gwendoline, como Wendy? ¿Puedo llamarte Wendy?

—No, Wendy no, llámame Gwen. No me gusta Wendy. Es muy... cursi.

—Hace tiempo conocí una Wendy. Es verdad que era un poco cursi. Creo. No me acuerdo muy bien.

—Pues acaba de olvidarte de ella, porque yo no soy esa Wendy. Yo soy Gwen, y no tengo nada que ver con Wendy.

—Muy bien, Gwen-que-no-tiene-nada-que-ver-con-Wendy, ¿por qué no dejas estas catacumbas y te vienes al parque conmigo y con los muchachos?

—Se dice con los muchachos y conmigo. ¿Y quiénes son esos muchachos?

—Usamos muchos nombres: Los niños perdidos, Los hijos de Margaret Thatcher, Los descarriados... vivimos en el parque. Yo soy su líder.

—¡Quién si no!

—Pero no hay ninguna chica con nosotros. Tú podrías ser la chica de la banda.

—¿Y qué edad tienen esos muchachos?

—Oh, no sé, tienen muchas edades. Slightly, por ejemplo, es mayor, pronto cumplirá los dieciocho. Los gemelos, en cambio, son muy pequeños... uno de los dos todavía se mea en la cama, pero no sé cuál, porque no los puedo diferenciar. Nadie puede.

—¿Y tú, Peter? ¿Qué edad tienes tú?

—No lo sé —dijo, incómodo— pero aún soy bastante joven.

—¿Qué edad tenías cuando te marchaste de casa?

—Me marché poco después de nacer.

—Oh. Entiendo.

—Bueno, ¿qué dices? ¿Te unes a nuestro grupo? ¿O prefieres quedarte con estos viejos?

Con un movimiento del brazo trató de abarcar los desechos humanos que dormían en los pasillos de la estación de Hyde Park Corner, envueltos en mantas sucias y cartones y olor a pies y a mugre y a ginebra barata y a soledad y a derrota.

—¿Puedo llevar a Paddy? —contesté, y le enseñe a Paddy, para que supiera de quién estaba hablando.

—Claro que sí, por supuesto.

—Entonces, de acuerdo. Seré la primera chica del grupo.

—¡Bien! —dijo él, entusiasmado.

Entonces, una luz bailó ante mis ojos, y me sobresalté. Oí un zumbido extraño, como el de una avispa furiosa revoloteando alrededor de mi cabeza. Instintivamente, me calé el gorro de lana de colores que llevaba puesto para que la avispa no se enredara en mi pelo. Hacía mucho que no me lo peinaba y era una maraña terrible, una verdadera trampa para insectos voladores. Qué asco.

—¿Qué coño es eso? —dije.

—Tranquilízate, sólo es mi luciérnaga —dijo Peter, que de un manotazo atrapó a la susodicha y la guardó en una caja de cerillas agujereada que sacó de un bolsillo.

—Nunca antes había visto una luciérnaga —dije.

—Ya casi no quedan. Están prácticamente extinguidas. Por la contaminación, ya sabes. Pero yo encontré ésta en el parque, y me la quedé. La alimento con azúcar y gotitas de miel. Quizá sea la última luciérnaga que queda en toda Inglaterra. Quizá sea la última luciérnaga que queda en toda Europa, de hecho.

—Quizá.

—¿Qué, nos vamos?

—Vámonos.

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Copyright ©Xavier B. Fernández, 1994
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Fecha de publicaciónJunio 2000
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