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Miramar

La gesta del Pez

La lluvia, la carta

Daniel Rubén Mourelle
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El suelo cobrizo pasaba por debajo de su cuerpo, impulsado por la fuerza de los pies; clavaba los dedos en la tierra, confirmando su presencia. Las gotas caían irregularmente, resbalabando desde hojas y ramas; el bosque brillaba bajo la luz que las nubes permitían. Por fin, se detuvo; descansó, apoyando la mano derecha contra un árbol, jadeaba y temblaba; se dejó caer. La garúa se fue haciendo más y más fría; necesitaba buscar abrigo.

El viento le confirmó que estaba cerca de la costa, recordó las cuevas que poblaban el acantilado; caminó con paso rápido. Por encima de unos arbustos, vio aparecer la gran masa de agua, la superficie verde avanzaba hasta donde la neblina le permitía. Cruzó el camino de tierra que separaba el bosque de la costa, casi tropezó con las huellas dejadas por los jeeps; miró hacia todos lados, pero no había ni un alma.

Bajó a la playa, haciendo uso de su levedad, y se metió en la primera cueva que encontró. Se revolcó en la arena tibia y se quedó muy quieto. Estaba aturdido, miró hacia el mar y le pareció que pronto oscurecería. Elena estaba aún en su retina: lo miraba, desnudo de cuerpo y alma. Por un instante, le pareció que no se trataba de la guardiana sino de Norah; ambas se mezclaban en su recuerdo.

Las gotas de lluvia, ahora más pesadas, esculpían multitud de diminutos cráteres sobre la arena. El golpeteo lo fue sedando; durante una hora, no hizo otra cosa que mirar esas gotas en su caída inevitable; las supuso muy parecidas a él mismo.

Volvió la cabeza hacia el interior de la cueva y comprendió que no había sido un movimiento casual: algo en la oscuridad lo había convocado. «Debe de ser el don», pensó.

Esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pero no consiguió divisar nada. Se adentró con cautela. El suelo era desparejo; el túnel se desviaba hacia derecha e izquierda, tanto que no tardó en dejar de percibir la luz de la entrada, quedando envuelto por una masa negra. Siguió un poco más, tanteando la pared; le llamó la atención que se volviera lisa, igual que una superficie pulida minuciosamente; al tantear más arriba, comprobó que se curvaba. «Se junta con el techo y baja por la otra pared, sin aristas, formando un arco.» No logró estar seguro puesto que, a pesar de sus esfuerzos, no pudo tocar el techo, estaba fuera del alcance de sus saltos, la levedad parecía haberlo abandonado. En esa parte, el suelo era solamente de arena, sus pies no detectaban ninguna piedra; se le ocurrió escarbar y lo hizo cerca de la pared. Descubrió que, al igual que hacia arriba, la pared se curvaba por debajo de él. «Es como si estuviera metido en un caño de gran diámetro», pensó después de cavar un poco más lejos de la pared y encontrar la misma superficie lisa a una profundidad un poco mayor. Se le hizo evidente que no se trataba de una cueva formada naturalmente: alguien la había construido.

Continuó internándose; aunque ya no sintiera frío, lamentó estar desnudo, eso lo hacía sentirse mucho más indefenso que de costumbre.

Avanzó sin despegar la mano derecha de la pared; cambiaba de rumbo continuamente, había perdido toda orientación; el túnel podría haberse bifurcado y para él habría sido lo mismo. En cambio, el suelo se mantenía horizontal, a menos que la subida o la bajada fuera muy leve. Caminó y caminó sin encontrar nada que alterase esas condiciones, hasta el silencio parecía hundido en la negrura, el golpeteo de la lluvia había quedado atrás hacía buen rato; todas sus referencias se habían esfumado.

«Si hubiese alguna trampa, ya la tendría que haber encontrado; a menos que el mismo túnel lo sea.» Quiso gritar, pero de haber alguien más, habría delatado su presencia; quizá lo estuvieran vigilando desde que entrara. El silencio y la oscuridad desencadenaban sus temores. «Pronto comenzaré a temblar sin control.» Se sintió como aquella noche, en Las Dalias, cuando corriera, aterrorizado.

Se quedó lo más quieto que pudo y contuvo la respiración; quiso imaginar cómo avanzaría el túnel, recorrerlo con esos ojos. Fue inútil, no distinguió nada. Volvió a intentar, esta vez sin imaginar el recorrido pero mirando directamente al frente; el resultado fue igualmente nulo. Decidió acostarse con el estómago contra el suelo; no consiguió ver nada, pero percibió una débil corriente de aire, no la habría notado a no ser por su olor, tan especial, parecido al que emanaban los artefactos electrónicos. Miró fijamente hacia el piso y fue levantando la vista muy despacio, así logró distinguir los montículos provocados por la arena; eso quería decir que había algo de luz, igual de leve que la corriente de aire, imposible de percibir de pie pues las paredes eran perfectamente opacas.

Decidió seguir caminando; pasó otra hora, o al menos eso le pareció, y el temor volvió a saltar sobre él. «¿Qué tal si el túnel fuera extremadamente largo? ¿Qué, si hubiese sido construido para un vehículo muy veloz y no para desplazarse caminando?»

Entonces sucedió; fue algo impreciso, como un vacío. El estómago se le comprimió y lo obligó a inclinarse; una fuerza lo empujó lejos de la pared. El aire se le escapó de los pulmones; pegó con la mano contra un objeto redondo y afelpado, trató de aferrarse a él. Hubo una seguidilla de sonidos cortos y otra vez silencio. Esa tormenta parecía haber pasado.

El Pez era todo atención, no se le movía ni un músculo, apenas parpadeaba. La sorpresa había sido tal que, de haber ocurrido una explosión, el efecto sobre su persona no habría sido muy diferente. Esperaba y no sabía qué. Pronto se dio cuenta: la masa negra se estaba disipando, muy pero muy lentamente, las paredes dejaban pasar una mínima claridad. Ya no estaba en el corredor, sino en un recinto abovedado; en su centro, una escultura esférica parecía ser una consola de control. En su conjunto, todo encajaba perfectamente con la estética de esas ridículas naves espaciales de las películas de ciencia ficción de la década del cincuenta; dejó escapar una mueca, parecida a una sonrisa.

Recordó que estaba desnudo y volvió a incomodarse. Para no pensar en eso, inspeccionó la esfera de control; si conseguía hacerla funcionar, quizá obtuviese algún dato acerca de sus constructores. La pared del recinto sufría rápidos cambios de color, pasaba del rojo al azul y otra vez al rojo, sin variar su luminosidad. En el lado opuesto, descubrió un teclado dactilográfico, cada letra estaba en el lugar que le correspondía, eso fue lo único familiar; pulsó tres teclas, hubo una seguidilla de sonidos y la palabra apareció impresa, en caracteres blancos, sobre la pared que estaba frente a él:

—Pez.

Justo debajo, acompañada de nuevos sonidos, apareció otra palabra :

—Tú.

«Esto es no andarse con rodeos», pensó. Tipeó otra vez:

—Hoy.

Y la respuesta fue:

—Verano del Pez.

Hizo otro ensayo antes de formular lo que más le interesaba:

—Aquí.

E inmediatamente:

—Don.

Su interior vibró, casi no necesitaba continuar, pero igual lo hizo:

—Creador.

El intervalo previo a los sonidos se le hizo interminable, hasta que por fin:

—Tú.

Había dormido casi cuatro horas, una pantalla sobre la esfera indicaba el tiempo transcurrido desde el encendido de las luces. Se había acostado en una cucheta excavada en el muro. Había encontrado, en unos estantes que estaban a pocos pasos, ropa similar a la usada por los bravos, se diferenciaba en su color, era azul.

Cansado pero aún sin apetito, gracias al brebaje que le diera Ezequiel, se dirigió hacia el teclado. Retumbaba en su cabeza la idea que había precedido a la aparición de la última palabra sobre la pared. Realidad y fantasía se recostaban la una sobre la otra para sostener el mundo de los arts, pero esta nueva aparición, hija de la cibernética, era un atolladero. Estaban ahí presentes, no sólo la realidad y la fantasía, sino también la ironía; no en vano era un escenario posible para una película pasada de moda, sus mismos pensamientos estaban pasados de moda. No podía dejar de imaginar ese recinto como un mecanismo.

Decidió poner esa «máquina» a prueba y ver si era capaz de atravesar el escudo transtemporal. Pulsó las teclas:

—José Luis.

—Amigo.

—Noticia de José Luis.

—Pendiente.

—Tiempo para noticia de José Luis.

—Cuatro meses.

—Clarificar escena tiempo para noticia de José Luis. ¿Cronos o Kairós?

—Escena clarificada: Cronos y Kairós.

La pared intensificó su luminosidad, mostró una imagen clara y bien definida. Se vio a sí mismo; estaba en su casa de Buenos Aires, escribía sentado en su escritorio. La imagen se concentró en el papel que tenía enfrente, lo que estaba escrito se podía leer a la perfección:

Querido José Luis; querido amigo:

Sale y se pone el sol en mi huerta siempre de diferente color; todo es posible desde el terreno propicio.

Tengo formas que se me han anunciado de improviso, el día de mañana no cabe sin estos colores. La esperanza decrece por innecesaria, esta esclavitud hacia la seguridad ya no tiene hogar que la proteja.

Quiero recordarte que aquí estoy, pero este aquí está un poco más hacia un costado de lo que suponés; mis diálogos se eslabonan discordantes, no es que no tengan significado sino que podrían tener cualquiera, sin principio y sin final: una pausa aquí, otra palabra allá... ¿Y qué hay de las letras pasadas? ¿Importan? ¡He aquí estas nuevas letras! ¿Y las del futuro? ¿Importan? ¡He aquí estas letras!

El horizonte se presenta sereno, no quiero alcanzarlo, tengo sobradas maravillas en este suelo que piso; impreciso y vergonzoso, no está acostumbrado a que lo vean con tanta atención, le han señalado su cárcel. ¡Imaginate la sorpresa cuando se enteró de que todo no es más que un juego! Hoy bandido, mañana detective, las trampas y trucos le enseñan por primera vez que su vida es plena; sea cual fuere, el camino no tiene extremo.

¡Qué fantástica aniquilación de distancias! He aquí ese mundo en el que los manifiestos van y vienen como moneda corriente y, por debajo, empedernidos subterráneos, nos adivinamos las manos y el regocijo ya no quiere claudicar.

Profetizo la luz que nos acerca a estos papeles y quizá no veas que nos adula y abandona, ¿la culparías? Tal parece que hemos hecho un lugar para la inteligencia demasiado lejos de nosotros y ahora, acelerados, sin retorno, sin desearlo, los más se comen el buzón que cada noticia les informa, deformándolos.

Nunca sé quién escribe estas hojas que aparecen todas las mañanas sobre mi escritorio, teñidas de colores diferentes, los mismos que trae el viento cuando visita mi huerta.

Se abre este nuevo día y cada discurso que me saluda magnifica su guiño. ¡Salió la luz nomás! Según dicen, allá es la misma que acá, pero me resulta tan extraño que nunca les creo del todo. Soy dictador omnipotente de mi propia música y vos podrías hacer lo mismo, torpe invasor. Recortes de objetividad nos devoran el minuto y la misma melodía suena tanto que no se hace oír.

Un zapato para este pie y un pie tras un zapato, la libertad está de-finida; un pañuelo con su lágrima y cada ojo tras su pañuelo, he ahí la libertad. Una boca reprimiendo su beso y un beso agitando desesperadamente la boca; he aquí el fantástico apretón que todos se sacuden frenéticamente. Una bruja ha perdido el rumbo e inmediatamente salen raudos los rumbos (cazadores) a conquistarla. Y suena. ¡Suena!... Pero queda en el rincón.

Amigo: he aquí las marcas que mil veces hemos pasado y jamás hemos visto; resuella el silbato que anuncia la partida, pero ¿qué se mueve por allá? Por supuesto, seguimos sin notarlo. Amigo mío: no olvides guardarlo en algún bolsillo, puede que no lo escuchemos ahora, pero igual está vibrando. Recortemos este camino sin definirlo, miremos de reojo su instante tan peculiar, que muchas veces nos hemos perdido este incesante son olvidado.

La imagen estalló y la pared retomó sus cambios entre el rojo y el azul. Las palabras de la carta le parecieron un resumen, una revelación a medias entre cada una de las líneas, una incoherencia aparente puesto que, leída en el revés de la letra, sugería salidas posibles; sugería, sugería... Esta última voz le agradó, sentía placer ante su resonancia. Él mismo podía ponerse en el lugar de José Luis y ser el receptor de esa carta... Tuvo una ocurrencia: si esa escena era parte de su futuro, quería decir que sobreviviría, que triunfaría en esa empresa.

Esta vez no hizo falta que tipeara, la «máquina» contestó por sí sola a sus pensamientos:

—Probabilidad para que la cadena de sucesos previos a la imagen proyectada cumpla su acontecer: una en un billón. El primero de dichos sucesos acaba de fallar; probabilidad total: cero.

El Pez comprendió que lo que terminaba de ver no sucedería jamás; sin embargo, ya había sucedido en la pantalla y ésa habría sido precisamente su meta; él había sido testigo y no podría sustraerse a sus efectos. Había presenciado algo que nunca sucedería; en esa negación estaba su parte positiva, su valor brillaba precisamente en esa contradicción. Sus sienes se inflamaron, estaba afiebrado. La ironía, la fantasía y la realidad habían logrado una mezcla intolerable; la exasperación lo tenía en la punta de su espada. Imaginó que todo podría explotar en cualquier momento...

El recinto se fue resquebrajando, tan despacio que su destrucción parecía una seguidilla de instantáneas; cada fragmento salía despedido hacia el espacio, la esfera de control se derretía como cera puesta al fuego. Eso fue lo último que vio; después, su cuerpo se expandió y se perdió en la negrura.

Lo despertó la lluvia en la cara; estaba acostado bajo una hendidura de la pared rocosa; solamente sobresalía su cabeza. Alguien lo había arrastrado hasta allí, intentando protegerlo, las marcas en la arena así parecían demostrarlo. El mar conservaba su color verde profundo y el horizonte continuaba oculto detrás de la niebla.

—¿Estás despierto? ¿Estás bien?

Era una voz femenina; quiso girar la cabeza pero le fue imposible, así que intentó arrastrarse fuera de la hendidura.

—Estirá los brazos para que pueda ayudarte.

Así lo hizo y, una vez afuera, se encontró con una mujer muy delgada y con un raro adorno en el cuello; en realidad, no estuvo seguro de que se tratase de un adorno y sí, en cambio, una parte del cuello mismo. Creyó haber estado delirando, pero comprobó que todavía llevaba el atuendo azul.

—Fue una suerte que mi hermana del mar te devolviera a tierra firme, y que la Dama del Fuego accediese a secarte y mantener tu temperatura corporal.

—¿Fui rescatado del mar? —estaba desconcertado.

—Así es; pero la Dama del Fuego debió retirarse al llegar el día y tuve que arrastrarte hasta esa grieta en la roca para protegerte de la lluvia. Por suerte tus ropas ya estaban secas.

—¿Quién sos?

—Shannan, guardiana de la costa.

—Agradezco tus cuidados. Ignoro cómo aparecí en el mar, soy el Pez...

—¡El Pez!... Ahora entiendo.

—¿Qué cosa?

La guardiana hizo un gesto como queriendo ordenar sus pensamientos, pidiéndole al mismo tiempo un poco de paciencia:

—Mientras estuviste desmayado, delirabas por la fiebre y hablabas de un recinto con luces, lo llamabas «el don».

El Pez esbozó un gesto, como si recordara con mucho esfuerzo.

—Hay un vacío en tus recuerdos, ¿verdad? —intentó adivinar Shannan.

—Algo así... ¿Puede el Cronos apoderarse de nuestra voluntad?

—No; no exactamente.

—Vas a tener que explicarme un poco mejor.

—Es así: el Cronos no puede obligarte, pero si logra convencerte de que sus propuestas son las únicas, tu pensamiento se ajustará a sus creencias. Como si tradujeses tu saber a su sistema de valores.

—Pero aquellas propuestas de pensamiento que pudieran desestabilizarlo, es decir: las que fueran una amenaza, serían anuladas.

—Puede ser —contestó Shannan y se lo quedó mirando.

El Pez quería ordenar sus recuerdos y, por cómo entrecerró los ojos, parecía estar logrando algo:

—Shannan; seguramente sabrás que soy el portador del don —la guardiana asintió—. Bien; estuve dentro del don.

Lo miró sin comprender o, al menos, eso supuso el Pez, puesto que continuó:

—Según la traducción que el Cronos interpuso entre el don y yo, se trataba de una computadora a cuyo interior llegué después de atravesar un pasillo casi imposible de describir debido a su total oscuridad. Lo cierto fue que allí estaba yo, en su interior, lo que encontré fueron elementos que ya conocía. Sin embargo, sucedió algo que provocó una rajadura en esa traducción generada por el Cronos: una carta a mi amigo José Luis —el Pez hablaba como si Shannan supiera de su pasado, estaba totalmente enceguecido por su propio relato—. Las palabras de esa carta funcionaron como una invocación al Kairós y el sistema planteado por el Cronos tambaleó: la gran computadora se deshizo.

—Habrá sido una lucha formidable...

—No sólo eso; algo en la carta inició en mi interior una expansión, como si el aire que respiro tuviese ahora más lugar para oxigenarme. Siento que cargo con un acertijo; haberme dado cuenta ya es parte de la solución, pero nada más el comienzo.

—La lluvia está parando —señaló Shannan—; no se ven nuevas nubes en el horizonte, eso permitirá que veamos un poco de sol antes del ocaso: el cielo se teñirá de rojo. Será un momento ideal para contar historias y yo voy a contarte una; pero antes, busquemos ramas para encender una fogata.

Encontraron un hueco en el acantilado, donde el viento no los molestaría, y pronto la fogata les dio calor. Shannan miró hacia el fuego y en voz baja cantó:

—El desierto era una mancha reseca que lo rodeaba todo. El hombre caminaba; su trayecto, sin origen, lo llevaba hacia el oasis que saciaría su sed y le daría sombra —hizo una pausa sin quitar los ojos de las llamas, parecía estar viendo eso que cantaba—. Cuando llegó, se quedó tirado a la orilla del agua, sin sed pero extenuado. Una voz surgió de entre las palmeras, quebrada y grave, retumbaba contra el atardecer: «Si tienes algo que quieras decir, dilo. Si no tienes nada, di algo de todos modos. En un caso como en el otro, dará lo mismo.»

El sol siguió su camino y el rojo de las pocas nubes se volvió oscuro, contagiando las cosas de la tierra. El Pez supo que había una relación entre ese canto y su acertijo interior:

—El hombre de este relato... ¿Soy yo?

—El hombre es el hombre, y hay en él lo que quieras.

—De todos modos, se ajusta bastante a mi situación.

—Él se ajusta a vos, vos te ajustás a él... ¿Hay diferencia?

—¿Hay diferencia entre el Cronos y el Kairós?

—¡El Cronos es el enemigo!

—¿Y cómo puedo saber si no sos una ilusión producida por él?

—Tu desconfianza hará que no quieras mirarte en los espejos.

—Hace rato que no quiero.

La lluvia volvió, no se trataba de un chaparrón. «Puede que esté queriendo participar, diciéndome algo.»

Tenía en las manos una cantidad de hilos, pero apenas conocía las puntas. Sabía que algunos se unían más adelante, mientras que otros no llevaban a ningún lado; ¿qué clase de ventaja era ésa?

—Debo irme —anunció Shannan—; espero que puedas descansar. El enemigo no me preocupa por su amenaza de muerte puesto que tampoco podría decirse que esté viva; me preocupa simplemente por eso: porque es el enemigo. Hasta pronto Pez; hoy me has caído en gracia, mañana... ¿Quién sabe?

—Otra vez: gracias por tu ayuda; ojalá nunca estemos en bandos opuestos.

—Ya veremos.

Se alejó, desapareciendo entre las sombras de la playa... «Espero que puedas descansar.» Las gotas parecían un eco: decir o no decir para un mismo destino, sin nada que transmitir, sin mensaje. ¿Cómo entonces? El oído estaba atento, pero no era suficiente. Cada pieza pertenecía a una trama mayor. El fuego temblaba. La trama y el fuego. Finalmente, el cansancio lo venció.

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónJulio 2000
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