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Miramar

La gesta del Pez

El niño

Daniel Rubén Mourelle
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El punto de luz creció hasta invadirlo todo; después, los colores se diluyeron dentro de un manto oscuro. El Pez resentía verse perdido, incluso en su propio interior. La visión lo envolvió; no sería espectador sino principal involucrado. Abrió los ojos con desesperación; el manto era la mismísima noche que había caído sobre el bosque. Lo que creyera un tintineo era el chisporrotear de hojas secas, quemándose en una fogata, justo frente a él. Y, al otro lado, una risa apenas contenida.

—¿Ezequiel? —preguntó.

—No; no soy Ezequiel.

—¿Quién entonces?

—Debería darte vergüenza. ¿Es tan pobre tu memoria?

—No puedo distinguirte, el fuego me encandila.

—¡Excusas! Muchas veces no hubo fuego e incluso así no fuiste capaz de verme.

—Muchas vueltas para no decir quién sos.

—Te aseguro que no soy uno de esos maestros que esperaban que repitieras de cabo a rabo las informaciones de los libros o, lo que es lo mismo, del pasado. Así te otorgaban el derecho a crecer. Te permitían usar tus propias palabras, pero eso no te alejaba de la repetición. Ninguno habría aceptado que tu bicicleta pudiera romper la barrera del tiempo o que la diversión fuera parte fundamental en todo aprendizaje.

El Pez comenzaba a darse cuenta de quién era; el nombre, sin embargo, permanecía en lo oscuro; se resistía, quería volver a la búsqueda de Norah. Pero todo lo que unos momentos antes había sido el presente quedaba relegado.

—¿Podrá ser?

—Sí, Pez; sí puede. Aquí tendrás que verte cara a cara con todo lo que alguna vez has eludido, con todas las encrucijadas en las que tomaste el camino equivocado. Con cada preciso momento en el que colaboraste para que el don quedase esparcido. Siempre existe la posibilidad de cambiar las decisiones, el regalo de sentirte completo.

—Estoy tan fracturado...

—Es como es por tu propia culpa. La única omnipotencia que se te permitirá es la de la voluntad. Fuera de ello, todo será azar, enigmas sin garantías ni respuestas, el camino no ya hacia la muerte, ese derrotero temido pero seguro, sino con la muerte; ella será tu compañera y continuamente te susurrará sus cantos.

—Esto es una rendición de cuentas. Algún día debía de llegar.

—No «algún día», sino ahora, siempre, cada minuto. No puedo dejarte caminar a ciegas ni un momento más; podrás elegir el camino que más te plazca, pero tendrás que ver todo el paisaje; ¡todo!

—Ya sabía que esto me esperaba; creo que lo supe el primer día en que la realidad, o lo que así llamaba entonces, se me volvió tan estrecha que apenas me permitía estirar los brazos.

—Ya lo dijo un viejo amigo mío: «Le exigían que refiriera los hechos; como si los hechos fueran capaces de explicar algo.»*

—Todo está frente a nuestras narices y elegimos ver lo que nos resulta cómodo.

—Como poner la muerte en algún rincón oscuro del futuro. En cambio, cuando la Historia desaparece, pierde sentido hablar de pasado o de futuro, sólo hay presente, es decir tiempo, tiempo repartido entre Cronos y Kairós, ocupando cada hueco que se produzca.

—De otro modo, no estarías aquí.

—Exactamente —había cargado las sílabas como si fueran independientes entre sí—. Ahora bien: ¿Cuál preferís?

—Éste es mucho más vital.

—Pero la muerte viaja colgada de tu espalda.

—¡Por eso, precisamente, es más vital!

—Ahora sí; podría decir que te estás acercando al Pez.

—Y a vos.

—No sé si será mucho el terreno que nos separe, puede que no te hayas alejado tanto como creés en este instante.

—Ojalá sea verdad.

—No lo sabías, pero me rondabas. No se puede dejar de ser el Pez por completo.

—Eso me ha salvado.

—También la ternura de Bruvald; él te dejó un mensaje muy claro, lo traés grabado en la sangre desde el día en que naciste.

—¿Bruvald fue un Pez?

—Bruvald, vos y algunos otros son el Pez.

—Cada vez que medito acerca de este regreso o de las tareas que me aguardan, mi interior se convulsiona.

—¿Duele?

—Es como si un pasillo me atravesara de pies a cabeza; en el medio, entre el pecho y el estómago, oscila un péndulo de fuego.

—Pronto te será devuelta otra parte de la memoria.

—¿Me la entregarás?

—Yo no, sino vos mismo —la pausa presagiaba tormenta—. Hubo un día cuando el escudo se abrió de una manera muy especial; fue uno de esos momentos cuando el espíritu de las fiestas lo desborda y nos entrega un obsequio. Así fue que pudimos encontrarnos Bruvald, Mildin, vos —dudó como si temiera hablar demás—, y yo.

—Habrá sido necesaria mucha energía, ¿verdad?

—El escudo no podría reunirnos sin el auxilio de Dzana.

—Pero Dzana aún no ha llegado...

—Eso es ahora; entonces, aún no se había retraído.

—Pero podría retornar...

—Cierto —la mirada del niño cruzó la llama hasta el Pez, ¿era una señal de esperanza? El Pez no lo notó—. ¿Recordás aquel encuentro?

—Mi memoria es una lente empañada.

—Concentráte en ese pasillo que cruza tu cuerpo, en el péndulo de fuego, en los distintos rojos que encienden tu corazón.

La imagen creció igual que el punto de luz lo había hecho antes de que el niño se presentara. La reunión había sido un nido de palabras, la memoria las conservaba en desorden; el don intentaba darles un sentido:

Todo es desde los ojos y todo ojo: sueño de espejos... Vos sos el único habitante... De guerra en guerra... Cruzar el mar... Las etiquetas no curan... Arrugas que esconden caricias... Curva nocturna... El mango del hacha siempre cierra los ojos... Parias errantes... La boca cerrada, los ojos destello... Finísima raya sobre el fondo... Patio de seis años... Revertir alondras... Tanto más reyes cuanto más separados... Jamás despegamos de la tierra volátil... Inmensa mandíbula... El mismo bote de las tormentas... Por eso nadie retorna... Nos vemos tal como veníamos a buscarnos... Siempre lloramos algo más...

—¡Lo recuerdo! El encuentro... La reunión —exclamó el Pez, entre lágrimas—. Los diálogos interrumpidos ofrecen mil formas a cada pregunta.

—Es hora de que me vaya. Pero, antes de que llegues a la trama de fuego, quiero darte esto —pasó el brazo a través de la hoguera y le entregó cuatro rectángulos de madera.

Cuando el fuego se extinguió, el niño ya no estaba; el tiempo volvía al comienzo.

El Pez leyó:

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónMayo 2000
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