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Miramar

La gesta del Pez

El combate

Daniel Rubén Mourelle
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Esta vez, tuvo plena conciencia mientras atravesaba el escudo; cayó dentro de un mar teñido de rojo, innumerables hilos titilantes lo surcaban en todas direcciones; las distancias no eran aquéllas a las que estaba acostumbrado: si algo le parecía cerca, no era alcanzado por su mano, pero la misma golpeaba contra objetos que aparentaban estar fuera de su alcance; la perspectiva era inexistente.

El pasaje duró muy poco; apareció sentado frente a Horacio tal y como lo había dejado. El bravo lo miraba con preocupación:

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Nada, estoy bien —el Pez quiso tranquilizarlo.

—Tu cuerpo aparecía y desaparecía, pensé que nos habían arrojado una flecha transtemporal.

—No, una flecha no; pero pasó algo parecido: atravesé el escudo y estoy de regreso —había un tono triunfal en sus palabras.

—Pero yo no he visto que te fueras de aquí.

—Debo de haber regresado en el mismo momento en que me fui; para vos, no me he movido, pero ha transcurrido más de medio día para mí.

El bravo no pudo volver a preguntar, fueron interrumpidos por nueve jóvenes que llegaron corriendo; el Pez dedujo que también eran bravos.

—Horacio —llamó uno de ellos—; ¡los iunicqs se aproximan! Una mensajera nos advirtió que estabas aquí.

—¡Vámonos; rápido! —exclamó Horacio con la firmeza de una orden.

—Ya es tarde —contestó otro—. Habrá que luchar —y miró a su acompañante—; ¿quién es él?

—El Pez —le respondió Horacio.

La agitación se contuvo, todos se quedaron mirándolo; pero no por mucho tiempo.

—¡Aquí vienen!

El Pez se sintió fuera de lugar, no entendía qué era tan urgente; tampoco tuvo oportunidad de hacer preguntas. Varios hombres aparecieron y se lanzaron al ataque; rondaban los cuarenta años, vestían trajes negros de neoprene, ajustados al cuerpo, y tenían puestos unos anteojos de lentes verdes. «Si son los villanos», pensó, «la ropa les viene al pelo.» Inmediatamente, los vio como si fueran personajes de alguna obra teatral; esto lo molestó: era demasiado despliegue para mantener la atención de una sola persona.

—¡Por la gloria de Isasem! —gritó el primer atacante, mientras se arrojaba ciegamente sobre el Pez. Pero ni siquiera pudo tocarlo; en un santiamén, la supuesta víctima estuvo a tres metros del suelo, sobre una rama del árbol que tenía al lado. El agresor no pudo detenerse, y su cabeza pegó contra el tronco, con tal violencia que cayó muerto.

Otro iunicq lanzó una red, parecía tejida con hilos de oro; los bravos sobre quienes cayó desaparecieron ni bien fueron tocados. Cuando se disponía a arrojar una red sobre Horacio, el Pez descendió, desengachó el cincel del cinto y lo usó, esgrimiéndolo a modo de puñal; el efecto fue sorprendente: su enemigo se desplomó, atravesado por un rayo de calor.

Horacio se recuperó a tiempo para eludir un nuevo ataque, pero dos bravos más caían bajo una red dorada y desaparecían. Enloquecido de dolor, usó el arco y terminó con el resto de los enemigos.

Los seis bravos sobrevivientes y el Pez vieron cómo los cuerpos sin vida de los iunicqs desaparecían también.

—¿Es por las flechas? —preguntó el Pez.

—No —contestó un bravo—; cuando mueren, sus cuerpos regresan al lugar de donde vinieron: la magia del bosque los rechaza.

—¿Y los bravos que desaparecieron?

—Eso es por el efecto de la red dorada —contestó Horacio—; no sabemos dónde puedan estar, ni siquiera si están vivos, esas redes nos hacen desaparecer, lo mismo pasa con las mensajeras y los arts.

—Supongo que las lentes verdes son esas esmeraldas que mencionaste.

—Sí; no podrían vernos sin ellas —unas lágrimas corrían por sus mejillas.

El Pez sintió el impulso de abrazarlo, pero recordó que, tal como le había ocurrido con Ezequiel, no podría tocarlo.

Los bravos se hincaron, besaron el suelo y se quedaron quietos durante unos minutos. Finalmente, se levantaron y Horacio le preguntó al Pez:

—¿Venís?

—No; pero los buscaré pronto —le contestó.

Au revoir —fue la despedida de Horacio, y se alejó, junto con los demás, sin que el Pez pudiera preguntarle porqué le había hablado en francés.

Debía encontrar a Norah, pero no sabía por dónde comenzar. «Isasem... ¿Quién será Isasem?», pensó. «Puede que sea su rey o su dios... Todo me suena ya conocido.» Jamás creyó que podría comportarse así durante una lucha, tampoco que, en esta guerra de los arts, habría enfrentamientos de semejante índole; había sido su primer combate y había pasado muy rápido. Hubiese preferido tener la misma sutileza del Kairós frente al Cronos.

No se explicaba cómo no había entrado en pánico; pero lo pensaba ahora que tenía tiempo, quizá había sido defendido del pánico, precisamente, por esta cualidad que le hacía pensar y repasar los hechos. Había estado cerca de la muerte, y lo seguiría estando mientras permaneciese en el bosque. Si se alejara, ¿volvería su vida a los cauces normales? ¿Se sentiría mejor? El pánico y la muerte, tan al acecho, se daban la mano a través de su alma, ese lazo lo retenía; él era el Pez y no pertenecía a otro territorio.

Caminó en dirección al pantano. Estaba seguro de que era hacia allí donde debía dirigirse, pero el Kairós lo desorientaba. Algo había cambiado en el bosque, quizá se tratara del bosque mismo, o de su alma. El don se lo advertía.

Decidió aflojar sus pensamientos, debía ampliar el espectro de su percepción. Se detuvo; no podía continuar, el peso del bosque lo empujaba hacia la tierra. Se recostó; la brisa cesó por completo, entrecerró los ojos de tal modo que sólo pudo percibir una mancha de luz contra una hoja que tenía directamente encima.

Reconoció de inmediato aquel sonido grave y continuo; antes no había podido, pero ahora percibía ligeras variaciones en su armonía. La nota dejaba escapar tintineos que reverberaban sobre su piel.

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónAbril 2000
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