https://www.badosa.com
Publicado en Badosa.com
Portada Biblioteca Novelas Narrativas globales
14/25
AnteriorÍndiceSiguiente

Miramar

La gesta del Pez

El escudo transtemporal

Daniel Rubén Mourelle
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaMiramar

Era un joven de unos veinte años, de cabello largo y calvicie incipiente, vestía pantalones de color verde y una camisa ceñida por un cinturón. Su rostro no reflejaba maldad, pero el gesto con que miraba al Pez no daba lugar a dudas: dispararía de juzgarlo preciso.

El bosque se había silenciado, ni pájaros ni viento, el Kairós dominaba; la flecha clavada en la tierra no era ajena a ello.

El joven, a pesar de su firmeza, dejaba entrever algo de inquietud; rudamente dijo:

—¿Quién es usted?

—Parece que, esta vez, el diálogo se ha vuelto más rutinario —el Pez hablaba más para sí mismo que para responder.

—¡No pretenda confundirme! ¡Dígame quién es!

—Está bien, está bien —era la primera vez desde su llegada que sentía que era dueño de la situación, aunque no se explicaba por qué—. Me llaman el Pez.

—¿Vos sos el Pez? —el joven estaba sorprendido.

—Ya me parecía que tanta normalidad no podía durar —otra vez hablaba para sí, esta vez con ironía.

La cabeza de la flecha descendió acompañando el movimiento del arco, el gesto en el rostro del joven era otro:

—Ya me explico por qué la flecha transtemporal no te afectó; saliste del escudo y podías verme sin las esmeraldas, si hubieras sido de los iunicqs, habría estado en problemas.

—Ahora el que no entiende soy yo... ¿Flecha transtemporal, escudo, esmeraldas? —La memoria del Pez, oprimida por los forcejeos del don, le jugaba una mala pasada.

—¿Pero no sos el Pez?

—A ver —hizo lo posible por ordenar lo que fuera a decir—: no siempre soy el Pez ya que parece que no recuerdo el don y la memoria me elude; sin embargo, por momentos, todo vuelve, o al menos una parte, y actúo y hablo como lo haría el Pez...

Así siguió durante un buen rato, tratando de explicar lo que, para variar, tampoco él entendía con justeza.

Se sentaron, el joven no se desprendía del arco y mantenía un estado de alerta que no escapó a la atención del Pez, parecía vigilar cada piedra del camino, cada hoja de hierba, cada ráfaga de viento. Se llamaba Horacio y era un bravo; los bravos eran de vital importancia durante los rituales o cuando alguna mensajera debía cumplir una misión de riesgo. El Pez pensó en Norah y comprendió que Horacio la estaba escoltando.

—¿Dónde está Norah? —le preguntó.

—¿Cómo sabés que la estoy protegiendo?... Yo no lo mencioné.

—Me preocupa; la vi hablando con su madre y creo que tiene intenciones de dejarse hacer daño; sé que sueno trágico, será mi condición humana, pero no quisiera correr el riesgo.

—No sé de qué riesgo hablás; Norah tiene libertad para hacer lo que crea mejor, dañarse o traicionarnos, y nadie puede o debe obligarla a hacer algo contra su voluntad. Además yo confío en ella y con eso me basta.

El Pez no supo qué replicar. En otra situación, en otra parte, las palabras de Horacio habrían sonado peligrosamente ingenuas, pero, allí, se levantaban como un bloque incuestionable. No obstante, seguía inquieto, los intervalos durante los cuales la realidad se inmovilizaba estaban alargándose; Horacio no parecía percatarse.

El Pez intentó sincronizar sus movimientos con los lapsos de inmovilidad; cuando estuvo seguro del ritmo, se preparó para el próximo y saltó hacia donde pegaba el sol. Alcanzó, apenas, a ver cómo el bosque se alejaba junto con el rostro de Horacio. Fue como si un hueco se le hubiese abierto en el pecho, un océano de imágenes se le escapaba al tiempo que otro lo inundaba. Cuando pudo recobrar el equilibrio, estaba tendido sobre la hierba; respiraba agitado. No sentía la fuerza de la gravedad, no sabía qué lo sujetaba al suelo a no ser que fuesen sus propios dedos clavados en la tierra como garras a una presa. Le pareció que en cualquier momento «caería» hacia el cielo; el terror a ese vacío le contraía los músculos de manos y piernas.

Juntó las pocas fuerzas que le quedaban y se incorporó con mucha precaución. Los colores del bosque habían cambiado, todo estaba teñido de un tinte azulado. Justo enfrente tenía una roca parecida a un altar y un objeto brillaba clavado contra un árbol. Cada movimiento amenazaba con despedirlo por los aires; siendo niño, muchas veces había deseado volar y, ahora que le parecía posible, la sola idea lo aterraba.

Se acercó hasta la roca y reconoció el objeto brillante, era un cincel-drag. «Éste ha de ser un cofre-de-la-forma», pensó, «si puedo sacar el cincel del árbol, quizá pueda descubrir su llave.»

Al intentar acercarse, el pie se le enganchó con una raíz que sobresalía del suelo; sin pensar, tironeó para zafarlo, y dio una vuelta en el aire. Ayudado por ese movimiento, alcanzó el cincel, lo arrancó y terminó subido al árbol. Todo fue tan rápido que dudó de lo que acababa de pasar; los acontecimientos no le daban descanso.

—Es que tienes que actuar sin creer; confía en los reflejos del Pez, déjalos hacer —era un hombre de pelo muy corto y canoso, vestía un traje de franela marrón, estaba apoyado contra un montículo de piedras, casi sentado sobre ellas. Tendría unos setenta años; la voz, clara y tranquila, trasuntaba calidez.

—En estas tierras, las sorpresas nunca se detienen —dijo el Pez—, y tampoco dejo de encontrarme con todo el mundo.

—Todo el mundo son siempre unos pocos —replicó el hombre—, ésos que usas desesperadamente para justificar el haber nacido.

—Nacer es una elección —contestó el Pez e inmediatamente se preguntó de dónde habría sacado semejante cosa—, por eso no me parece que necesite ser justificado —quien hablaba no parecía ser él—. Se elige por el sí o por el no, hay argumentos tanto para lo uno como para lo otro. Las voluntades fuertes crean ilusiones vigorosas, allí radica todo —otra vez respiraba agitado.

—No voy a discutir contigo cosas que no comparto. ¿Qué tal si bajas y conversamos caminando? Ahí arriba se te ve un poco grotesco —sonó irónico—. Mi nombre es Emilio.

—Yo soy el Pez.

—Lo sabía.

Trató de repetir la reciente acrobacia; ya con un poco menos de miedo, saltó, dio una nueva vuelta por el aire y terminó parado junto a su interlocutor. Antes de caer, enganchó el cincel en su cinto con un rápido movimiento.

—¿Ya te has encontrado con algún otro Pez?

—¿Cómo con otro Pez?

—Si entiendo bien, no soy el primero en ser llamado el Pez, ya hubo otros.

—Eso puede que haya sido así en el Cronos, pero no en esta parte del Kairós.

—Otra paradoja...

—En el Cronos, el tiempo avanza linealmente, por eso quienes allí viven pueden hablar de Historia, pero aquí avanza, retrocede y gira, otras fuerzas lo gobiernan. En consecuencia, mientras que en el Cronos, varios humanos han recorrido la Tierra en el nombre del Pez, aquí el Pez siempre ha sido el mismo: tú. Deberías saberlo.

—Mi memoria está fracturada y no tengo el don.

—¿Lo has perdido?

—Sí.

Emilio enmudeció, pero no dejó de caminar tranquilamente. Reflexionaba; no estaba preocupado, al contrario, parecía saborear la resolución de un enigma. Por fin dijo:

—¿Cómo pudiste llegar hasta este sector del escudo si es que no tienes el don?

—No es que no lo tenga, no exactamente; Ezequiel dice que mi parte humana ha aniquilado casi por completo cualquier evidencia de magia; el don está en mí, pero no sé dónde.

—Bueno, pero insisto en mi pregunta, ¿cómo es entonces que llegaste hasta acá?

—Mencionaste un escudo, ¿llaman escudo a esta parte del bosque? —Una vez más, las fracturas en la memoria del Pez, si bien facilitaban las voces del don, le robaban, como contrapartida, adquisiciones más recientes.

—Estamos en el escudo transtemporal, y éste es uno de sus sectores más calmos, aquí pasa poca cosa, la ilusión está tan presente que nadie se preocupa por actuar. Hay movimiento, es cierto, pero un movimiento sin fin, sin meta alguna.

—¿Y qué es el escudo transtemporal?

—¡Típica pregunta de un humano! Aquí el «qué» no se justifica y mucho menos se pregunta por él, no existe. En cambio, puedo explicarte cómo es el escudo: una trama de hilos delgados que sostienen gran poder; en él, se engarzan el Cronos, el Kairós, con sus múltiples manifestaciones, y otros tiempos y espacios que no nos importan mucho. Para poder atravesarlo, hay que dar con el conjuro adecuado; puede estar en el encantamiento de una flecha, en una chispa o, por supuesto, en el don, ése que dices que no sabes dónde andará.

—¿Podría yo, siendo que soy el Pez, transportarme de un lugar a otro del escudo?

—No siempre; el escudo decide si te deja pasar o no, lo que es más, muchas veces es él quien te invita... O te obliga —hizo una pausa pensativa—. Claro que siempre se trata de ilusiones, no puede obligarte verdaderamente a menos que algo en ti le haya dado una señal de aceptación.

—¿Cómo has logrado saber tanto sobre el escudo y sobre mí?

—Lo supe todo el tiempo, en el Kairós no hay forma de no saberlo. Ahora, si no te molesta, me gustaría continuar andando solo, hay varios puntos de este asunto sobre los cuales quiero reflexionar. Además, hoy tengo una cita con mi alter ego en el Cronos, él no lo sabe, pero sus pensamientos me rejuvenecen; cuando muera, se fundirá conmigo para toda la eternidad —hizo un gesto con la mano como para representar ese momento—. Hasta pronto.

—Adiós, Emilio. Estoy seguro de que nos cruzaremos otra vez.

—Si el Pez lo dice...

Lo vio alejarse con el mismo paso lento, cuando lo perdió de vista, dio media vuelta y regresó hacia donde estaba el cofre-de-la-forma.

14/25
AnteriorÍndiceSiguiente
Tabla de información relacionada
Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
Por el mismo autor RSS
Fecha de publicaciónMarzo 2000
Colección RSSNarrativas globales
Permalinkhttps://badosa.com/n066-14
Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2018)