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Miramar

La gesta del Pez

El Rostro y la memoria

Daniel Rubén Mourelle
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Eran casi las cuatro de la tarde; pensó que, si el Kairós se apoyaba en reglas tan diferentes, le iba a ser muy difícil comprender a los arts. Su cuerpo no parecía rechazarlos, era su razón la que se resistía.

Se acostó sobre el colchón de hojas secas y cobrizas, sintió cómo sus músculos se aflojaban hasta casi fundirse con la tierra, todo parecía estar al alcance de su mano. Vio que los troncos eran delgados y altos, las ramas brotaban recién a unos dos metros del suelo. No sabía dónde se encontraba el cofre-de-la-forma, pero tantas cosas no sabía, y después parecían encajar en el lugar apropiado, que decidió dejarse estar hasta que alguien o algo le diera una señal.

Así fue como lo sorprendió la noche; las estrellas se escurrían por entre las ramas, la niebla se había marchado. El viento no era fuerte, pero movía las hojas y colaboraba con el sopor; su pensamiento se detuvo repentinamente, no supo bien qué, pero algo había cambiado; prestó atención y reconoció una voz que cantaba, provenía de lejos. Se incorporó y trató de ubicar la procedencia del canto; el cuerpo casi no le pesaba; para su sorpresa, comprobó que surgía del árbol que tenía delante. Fijó la vista y reconoció el resplandor de la luna, pero dentro de esa luz, un rostro fue cobrando forma, la cara de una mujer. Sintió temor, pero se mantuvo inmóvil; el canto cesó.

—Veo que has llegado —dijo el rostro—, sé que tenés miedo.

—Lo lamento, pero no puedo remediarlo.

—Sin embargo, no has salido corriendo como hace poco.

—¿Vos fuiste la de aquella noche?

—No. Pero sé lo que ocurrió.

Una fuerza le subió desde el estómago, era un peso que buscaba liberarse.

—¿Cómo puede ser que yo sea el único que no sepa lo que pasa?

—No creas que todo el bosque sabe lo que te ocurre; sucede que nos ocupa la batalla que se avecina y cada quien tiene claves importantes que compartir.

—Como ir armando un rompecabezas...

—Como ir desocultando los pasos de un conjuro.

—¿Un conjuro para qué?

—Toda nuestra existencia se ha originado en conjuros.

—Siempre me quedo afuera.

—¡Silencio! Aquí llega el aire-de-mar.

Las ráfagas irregulares se transformaron en una sola y continua corriente.

—Es el momento, debo confiarte la llave de los tres disfraces. Ya sabés cuáles son.

—No; no lo sé.

—Siempre es más fácil decir «no» que esforzarse y buscar... Pero el aire-de-mar podría retirarse; no hay un solo segundo para perder. Los tres disfraces son la palabra, la muerte y el tiempo. La llave...

—¡Se detuvo!

—Debo irme.

—¡No sin confiarme la llave!

—No tiene caso sin el aire-de-mar; pero volveremos a encontrarnos.

—¿Y tu nombre?

—Ya lo sabés.

—Sos un rostro, sólo un rostro... El Rostro-de-la-Noche.

—Así sea.

La luz disminuyó hasta esfumarse. La luna apenas se veía.

Era una noche clara; no tendría problemas en dormir allí. Fue hasta una loma moldeada de arena y rocas; encontró una cueva lo suficientemente grande como para darle algo de reparo, el miedo seguía estando aunque atenuado. Juntó ramas secas y las acomodó en la entrada para encender un fuego. No estaba hambriento, el almuerzo había sido abundante.

El fuego ardía cuando sacó su cuaderno de la mochila; se detuvo un momento para admirar la fogata y recordó la voz del poeta:

«Eres parecida a ese fuego que un caminante solitario enciende en el umbral de la noche y donde se reúne, para no morir, toda la claridad de la tierra.»*

Se le ocurrió pensar que todo hombre debía de pasar, en algún momento de su vida, por algo como aquello. Muchos no se darían cuenta y seguirían de largo, inmutables; sintió tristeza, pero cada cual debía elegir su camino. Todos los senderos tenían sus premios y sus peligros, tal como les ocurría a los arts; reconoció que le importaba mucho el destino de su amigo reciente.

La imagen del niño le golpeó el corazón. Volver sobre sus pasos le pareció una tontería, la angustia seguía por ahí, agazapada, pero Ezequiel había dicho que él tenía un don, cualquier recuerdo podría contener una clave. ¿A qué memoria se refería? Las palabras cobraban nueva dimensión, esa memoria debía ser algo inusual. Sus juegos infantiles, con personajes inventados, quizá no hubieran sido tan inocentes, al igual que aquella canción que repetía sin comprender:

Elena - Elena
La luna se va
Din - i - linc
Elena está aquí
El acero y el cofre
Diez pasos del monte
El loco y el niño
Siguiendo la voz
La sangre es el nombre
La sombra - El adiós
El acero y el cofre
Diez pasos del monte

«Eso es», pensó, «el cofre-de-la-forma está a diez pasos del monte.» Y el monte estaba justamente a su espalda. La sangre atropelló por su cuerpo, podía sentirla, se sentía rojo, ¡rojo! Quería saltar y así lo hizo; alrededor del fuego, como aquellos indios que lo deslumbraran de chico, con las caras pintadas frente a mágicos espejos, con más memoria que vidrio.

Con más memoria que vidrio...

Cantaba una y otra vez, y saltaba sobre el fuego, a un lado y a otro; era una llave: tenía que mirarse en la memoria como en un espejo; acariciaba el don, lo sentía latir, le exigía un esfuerzo cada vez mayor, pero ahora sabía que era posible.

Entre el follaje, dos pares de ojos sonreían. El Pez no se dio cuenta, estaba absorto en su baile; era un gladiador, igual que en la niñez, cada paso era una lucha, una última lucha, el último aliento. Luego venía otra, pero siempre era la última y en ella descargaba toda su energía. Su emblema solía ser la rosa roja: cosas de chico con demasiada imaginación, con caprichos espontáneos. Había crecido, desbordaba de felicidad; quería ser el Pez.

Cada nido de halcón será un trono antiguo y presente para las voces que quieran coronarla como emblema de batalla, para los truenos que quieran sacarla de ese húmedo infierno.

Gritó, de cara a las llamas:

—¡Será la rosa roja mi escudo y será su espina mi espada! ¡Señores del bosque: el Pez está al llegar!

—El Pez ya ha llegado —susurraron los ojos desde la espesura.

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónFebrero 2000
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