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Del agua nacieron los sedientos

Capítulo X

Párteme el corazón

V. Pisabarro
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En el largo viaje me planteé la idea de no regresar, pero la deseché casi inmediatamente por la poderosa fuerza del amor y de los lazos filiales que me ataban a mis hijos; también por la confusa mezcla de sentimientos que me impelía a retornar raudamente a la boca del volcán. La odiaba furiosamente al tiempo que la deseaba con una vehemencia inapagable. Mi amor propio incitaba a la satisfacción del agravio. Deseaba verla revolcándose a mis pies, sintiendo la mayor de las aflicciones en su conciencia, solicitando con el llanto más desgraciado, con el más desgarrador de los lamentos, el perdón a su traición; para negárselo, para escupir a su cara, para hacer que se tragara mi corazón macerado, para que se ahogara con la amargura.

A ese odio sañudo se prendía el ansia por gozar de la dulzura de sus besos junto con un presagio estremecedor: el de una insoportable y atroz pérdida. No soportaba el tormento, la inmensidad de su vacío, el estar apartado de su cercanía. Nunca amé con tanta pasión.

Así, tras la aspereza de unos días desabridos en Barcelona, regresé a la República Mameiana con el alma azogada ante la inminencia de graves acontecimientos.

Me encontraba en el aeropuerto internacional de las Antillas, en la ciudad capitalina de San Nicolás. En la fila de la aduana cargaba una pequeña maleta, otra mediana y el voluminoso estuche del saxofón.

—Siguiente —dijo el funcionario.

El siguiente era yo. Me dirigí al mostrador y deposité en él la carga. Me miró y puso la cara que ponemos cuando algo nos huele mal.

—¡Ajá! ¿Es usted músico? —dijo tras abrir el estuche.

—¿Yo? No, señor. ¿Por qué lo dice? —pregunté nerviosamente.

—Lo digo por el trombón.

—No, no, no, no. Esto es un encargo que me han hecho para un músico de aquí; yo no sé tocar; ni siquiera le toco a mi novia, je, je, je —dije intentando hacerme el gracioso, aunque no rió.

Llegó su compañero y mientras uno escudriñaba la maleta, el otro hacía lo mismo con el odioso saxofón que traje desde Barcelona; se suponía que para disimular alguna ilegalidad en él. Yo paseaba la mirada por las vigas descubiertas del techo. Se inició un agudo pitido en mis oídos. Sudaba. Cerré los ojos y, tratando de relajarme, comencé a rezar mentalmente: «Padre nuestro que estás en los cielos, santi...»

—¡Ajá! ¡María Santísima! ¡Lo que tenemos aquí! —exclamó alborotadamente el funcionario— ¡Sanidad! ¡Sanidad!

Se acercaron inmediatamente, alarmados por los gritos, otra funcionaria y un miembro de la Policía de Aduanas.

—¡Virgen de la Altagracia! ¡Diaaaablo! —exclamó éste.

La voz engolada de la mujer luchaba para imponerse en la algarabía que se formó tan precipitadamente. Dijo que según la ley no sé cuántos estaba prohibido no sé qué.

Bajé muy despacio la vista hasta el mostrador comprobando que habían caído en mi trampa. El estuche del saxo estaba ya cerrado y ahora toda la atención se centraba en la maleta mediana, donde, a modo de táctica de distracción, introduje chorizos y otros embutidos, además de un jamón serrano. Sabía que los productos tenían vedada la entrada al territorio mameiano por esta vía. Conocía también lo deseados que son estos manjares de la charcutería española en la República Mameiana y añadí también, para inflamar más su gula, dos hermosos quesos manchegos y abundante chocolate, que aunque no estaba prohibido su paso, aumentaba el deseo de la requisa en los golosos.

No hay palabras para describir el saliveo de esas bocas chorreando por los rostros llenos de felicidad de los que pugnaban arrebatadamente sobre la maleta con tal entusiasmo que obligaban a los policías a usar sus porras de madera para restablecer el orden y la compostura en los funcionarios públicos. Todo un espectáculo para los atónitos viajeros.

Yo, para disimular, aunque con mucho contento interior, aparentaba enfado. Recogí mis zapatos, pantalones y calzoncillos del suelo, donde habían ido a parar, pues al descubrir el botín no tuvieron en mucha consideración a mis prendas y utensilios de higiene, que ahora se hallaban esparcidos por doquier.

Mientras cerraba la otra maleta violentamente, manifesté, indignado por la barbarie, que los presentes eran el encargo de un general de la policía, ya retirado, y que habrían de dar cuenta a tan alto dignatario por el ignominioso atropello al que fui sometido. La funcionaria de sanidad, mientras, rellenaba un documento de comiso que me entregó después con una medio sonrisa en su rostro. Indicó que le importaban un bledo mis amenazas y lo que pudiera hacer el general retirado.

—¿Y qué harán ahora con esto? —pregunté con ironía señalando el botín que a duras penas consiguió reunir la policía en la descompuesta maleta.

—Mañana se incinerará. Usted mismo podrá comprobarlo si desea estar presente —respondió con la misma estúpida sonrisa.

—¡Ja! —dije yo—. Mañana se quemará en la tripa de todos ustedes, ¡ladronazos!, ¡abusadores!

Agarré enérgicamente la maleta pequeña y el estuche. Cuando me disponía a salir, batallando con los maleteros del aeropuerto que intentaban arrancar el equipaje de mis manos, se cortó mi respiración y me dio un vuelco el estómago, al descubrir por el intersticio de una de las puertas, la maléfica mole de la Negra Pola destacando entre la multitud bulliciosa que aguardaba la salida de los viajeros, y al esquelético Flaquito ensombrecido por el matón.

Con la seguridad de no haber sido visto, me aparté rápidamente de las puertas, arrastrando conmigo a tres de los maleteros que no se desprendían de las asas de los bultos. Ya oculto, despedí a dos y traté con el más porfiador, haciéndole el encargo de buscar una caja grande con el propósito de introducirme en ella y salir sin ser descubierto. No tardó mucho en aparecer con una que sirvió de embalaje a un lavavajillas, según parecía por los dibujos del cartón. A cambio de una buena propina, el individuo se comprometió, sin pedir explicaciones, a trasladarme en su carretilla hasta el taxi más apartado de las puertas de salida.

En un sitio discreto me introduje con el estuche musical dentro del cartonaje, haciendo un agujero a la altura de mis ojos por el que poder mirar. El hombre puso la otra maleta sobre la caja y comenzó la marcha.

Una vez en el exterior, el mozo empujó su carrito a través del pasillo que formaba la gente, arrimándose, precisamente, al lugar en el que se encontraban el Flaquito y la Negra Pola. Al llegar a su altura el carro se detuvo. Por el agujero vi atemorizado los dientes de oro del matón quien preguntó agriamente al maletero si quedaban más pendejos dentro de los que vinieron en el vuelo de España. El del carrito tardó unos instantes en contestar, sin duda evaluando las ventajas de descubrirme o de seguir ocultándome, pues deduciría que del público presente sería sin duda de ese monstruo del que yo me escondía. Le respondió que sí, que aún había más pendejos dentro. Entonces el otro hizo un gesto con la mano para que siguiera. Nos alejamos y paró al lado del taxi más cochambroso que he visto en mi vida, pero también del que más gusto me dio tomar nunca.

Le di una doble propina al maletero a quien, para despistarle, le dije que me escondía tan vergonzosamente de una mujer insaciable que me hizo perder mucho peso con su furor uterino. El porteador mostró mucho interés por saber quién era. Tuve la suerte de ver en ese momento a la fastidiosa funcionaria de sanidad con su media sonrisa. No dudé ni un instante en señalarla, indicándole además que, aunque se hacía la interesante, lo que más le gustaba que le hicieran y con lo que se conseguían sus favores, era el meterle enérgicamente un dedo chupado por la oreja, y que cuantas más babas tuviera, más goce le daba. Por la mirada maliciosa y su pícara sonrisa supe que no tardaría en comprobarlo.

Ya en el interior del vehículo respiré profundamente y aplasté con satisfacción el mosquito que perforaba mi antebrazo izquierdo.

—¿Adónde, señol?

—A Morúa —dije acomodándome para el largo viaje.

El griterío hizo que volviera la cabeza. Observé como la funcionaria daba con su zapato furibundos taconazos en la cabeza del maletero, sin que consiguieran impedírselo éste ni otros tres fornidos hombres. Tal era el ímpetu de su indignación.

Ajenos al tumulto estaban ellos. Vi brillar la calva del asesino y al Flaquito de puntillas escrutando las cristaleras tratando de encontrarme.

Circulábamos con rumbo Norte. Regresaba a casa. En la radio, como casi siempre, sonaba un merengue.

Ya tranquilo, pensé que no era raro que mandaran a la Negra a esperarme. También en España me acompañaron al aeropuerto. Fue allí donde me entregaron la carga otros individuos de igual catadura, quienes no me quitaron la vista de encima hasta que no pasé el control de pasaportes. ¿Qué diablos transportaría? Abrí el estuche y observé cuidadosamente el instrumento, pero no descubrí nada anormal. Tanteé el forro pero tampoco ningún relieve indicaba algo oculto. Cerré, dejando para mejor ocasión un examen más a fondo.

Aún no sabía por qué mi primera reacción fue la de escapar del negro del diablo. Quizás lo mejor hubiera sido presentarme a ellos y entregarles el saxo. Pero había algo en mi interior que me decía que había hecho muy bien en escabullirme escamoteándoselo. Sospechaba que si ahora lo tuvieran en su poder jamás cobraría lo prometido. Debía jugar prudentemente esa partida. Un fallo podría ser trágico para mi salud y economía.

Viajábamos a gran velocidad. En los pocos días de estancia y padecimiento en España, eché en falta el mar vegetal que inunda toda la tierra de tan extraordinario país. Ese olor dulzón que se prendía en la ropa y que dudo exista en otro lugar del mundo. Desde el taxi contemplé maravillado el vuelo rasante de una bandada de blancas garzas sobre el verde vivo de los campos de arroz; la densa majestuosidad de las nubes blancas, sobre el fondo azulado de la cordillera central. Me confortaba el calor húmedo de ese aire fuerte penetrando por las ventanillas. Al atravesar las poblaciones veía miserables casuchas al borde de la carretera; magníficas haciendas; paradas donde se vendía chicharrón de puerco, con cabezas porcinas colgando de palos rodeadas de longanizas secándose al sol; llegaba el olor de los chicharrones de pollo, preparados en grandes bidones de aceite partidos por la mitad a modo de parrilla; caballos, vacas, gente. Todos pululando bajo el luminoso sol de la mañana. Cerré los ojos. Me sentía en mi lugar.

—Usted es español. ¿Veldad? —preguntó el chófer mientras me miraba por el sucio espejo retrovisor.

—Sí señor. Pero ya casi mameiano por el tiempo que llevo aquí y por lo que amo a este país.

—Pues si usted no es millonario poco le falta. ¿Veldad?

—Me faltan los millones.

—Este país es de los españoles y de los japoneses del carajo. ¿Veldad? Todo el comelsio es español. Mucho millonario, y los japoneses también. ¿Veldad?

—Algunos españoles somos pobres.

—¡Adió! Los que hay por aquí no. Toda la calle del Malqués en San Nicolás es suya. Todo el comelsio, español: sapaterías, ferreterías, banca de apuestas...

En ese instante se me ocurrió detenerme en Santiago. Nos cogía de paso y era buena ocasión para visitar a Chespirito. Hacía mucho que no nos veíamos y acaso tuviera alguna novedad sobre el paradero de Licinio. No me vendría nada mal recuperar el dinero que me debía mi antiguo socio en la banca de lotería. Aunque esto no era nada más que la justificación para mi visita. Lo que en verdad me animó a detenerme, fue el saludar a un viejo amigo que había permanecido limpio y grato en la amargura de mis recuerdos.

El taxi me dejó en la calle al mediodía. El sol bañaba la casita. Cuando aún se escuchaba el motor del vehículo que desaparecía levantando una polvorera, apareció Chespirito en su puerta y, mirándome sonriente, tocó en ella: ta, ta, ta, tam... Me recibió en su humilde vivienda con satisfacción y contento verdadero; tratándome él y su familia con tantas atenciones, con tantas muestras de respeto y de buen afecto, que las horas duraron menos en los manantiales de ese oasis despreocupado, aislado de tanta infelicidad. La mujer me hizo la manicura y sus hijas no dejaban nunca los vasos sin hielo. Comimos mucha comida, bebimos mucho ron, fumamos mucho tabaco, hablamos de muchas cosas y callamos durante muchos momentos.

No se sabía nada de Licinio ni de mi dinero. A pesar de eso, me alegré de haberme detenido en Santiago. Era ya bien entrada la noche cuando Chespirito me despedía cerrando la puerta de otro taxi. Bajé el cristal de la ventanilla y di las gracias por su hospitalidad. Él, agachándose un poco dijo con un tono de voz demasiado serio para el momento:

—Le debo una, Fran. La responsabilidad me robó muchas horas de sueño. Yo confiaba en Licinio. Nos engañó a los dos, a mí no me debe dinero, pero me debe más que a usted.

Con la cabeza apoyada en el mullido respaldo del asiento, seguía con ojos entrecerrados el recorrido de la luna ocultándose y reapareciendo entre los palmerales. A pesar de la fresca brisa que agitaba mis cabellos, el ruidillo monótono del vehículo, los efectos del alcohol y el silencio del conductor, hicieron que sintiera la pesadez y la torpeza de sentidos que precede al sueño. Habría caído plácidamente en su profundidad, si no hubiera reparado repentinamente en el olvido del saxófono en la casa de Chespirito. Ordené sobresaltado al chófer que se detuviera pero, al informarle de la causa, me tranquilizó mostrándome el voluminoso estuche en el asiento del acompañante. Chespirito lo puso ahí.

El incidente hizo que se esfumara el placible reposo de ánimo, al presentar mi memoria constancia ingrata de la grave situación en que me encontraba y, con impresión de irrealidad, de temor, de frío, barrunté las desagradables consecuencias de los sucesos en los que estaría obligado a participar.

Eran las cinco de la mañana cuando llegué a mi casa. Me extrañó ver la luz de la cocina encendida. Cruzaba el jardín cuando un mal presentimiento me hizo acelerar el paso. Me detuve en el zaguán, alarmado al comprobar que la puerta estaba abierta. Al llevar las manos ocupadas con los bultos, la empujé lentamente con uno de mis pies. De par en par, me dejó a la vista la desoladora imagen del salón: los muebles derribados, el contenido de sus cajones esparcido, cuadros rajados en el suelo, las plantas sacadas de sus tiestos, lámparas descolgadas y restos de cristales por todos los sitios.

Consternado, llamé a mi mujer desde el exterior. Al rato, llamé a mis hijos. Nadie respondió. Entré muy despacio y precavido. Pasé por encima de toda esa ruina con la moral perturbada a causa de la desaparición de mi familia, pero rezando al mismo tiempo por no descubrirlos en esos momentos. Me aterraba la idea de encontrarlos muertos.

Cuando la primera luz ya definía el rectángulo de las ventanas, observé una hoja de papel sujeta a la pared con una chincheta agitándose por el aire de un ventilador. Después de leerla ávidamente, me recosté aliviado sobre la misma pared. La nota era de Sonia y decía así: «No te asustes por el desorden. Estamos bien. Habla en cuanto puedas con Inés, la farmacéutica».

Al saber que estaban a salvo, reflexioné detenidamente en la situación. Estaba claro que los autores del estropicio no podían ser otros que el Flaquito y sus secuaces. Sin duda, al despistarme en el aeropuerto y al tener noticias desde Barcelona de mi embarque, esos desgraciados pensarían que descubrí la importancia del saxo y que se la estaba jugando. Vendrían a esperarme a la casa imaginando que iría en busca de mi familia, o que mandaría a alguien con el recado de donde encontrarnos. Pero mi tardanza les dio indicios para creer que lo que yo pretendía era huir solo y que aquí no me encontrarían. Entonces se dedicarían, por despecho, a destrozar todo lo que pudieron de nuestras humildes pertenencias.

Llegué a la conclusión de que, para obrar con tan furibundo quebranto, lo que transportaba debía de tener muchísima importancia, lo que me hizo pensar que serían capaces de hacer cosas mucho peores conmigo si conseguían encontrarme.

Arranqué atemorizado la hoja de la pared, recogí apresuradamente el equipaje y, tropezando con la balumba de objetos del suelo, salí corriendo presa del pánico, en busca de un taxi que me alejara de Morúa inmediatamente.

Me hospedé como un turista más en un pequeño hotel lindero con la playa de Marbueno, un lugar no muy distante de Morúa, a donde, después de darme una ducha y comer algo, regresé en la tarde del mismo día.

Sabía que el saxófono era el garante de mi vida, que si me descubrían con él, al sospechar que quería arrebatárselo, la Negra Pola sería capaz de estrangularme con mis tripas. Por eso, lo primero que hice al llegar a Marbueno fue esconderlo. Después, libre de su fatal carga, alquilé un coche para desplazarme con más reserva, alejado de la indiscreción de los taxistas a los que unos billetes hacen recitar en latín.

Aparqué el vehículo en la misma puerta de la farmacia San Judas. Antes de apearme escudriñé en todas direcciones tomando la precaución de no ser visto por ningún conocido. Entré en el establecimiento en el que, como siempre, había mucha clientela. Inés me vio inmediatamente. Hizo una seña para que me acercara al tiempo que pasaba a la trastienda.

—Buenos días, Inés. ¿Cómo tú estás? —saludé mientras me acercaba para besarla.

—Mal. Estoy guapa. Me han desaparecido varias cadenas de oro de las vitrinas.

Destapó un bote y tomó tres cápsulas. Después bebió un trago largo de jugo de piña. Tragaba pastillas para todo: para dormir, para despertar, inhibidores del apetito, tranquilizantes, estimulantes, etc.

De gran altura, seca de carnes, nariz corva, la boca hundida un tanto burlona, ojos picarescos, pelo lacio y corto, con un cierto parecido a las cotorras de la Isla. Sufría de los nervios. Un día se la veía alegre y ufana, otro, hundida en tenebrosas desesperaciones.

—Contigo tenía yo que hablar —dijo en un tono de voz que no vaticinaba nada bueno.

—Yo también quería hacerlo contigo para preguntarte por mi Sonia.

—Sobre eso es de lo que yo te quería platicar.

Durante los días pasados me martirizó la visión del parque. También asumí que mi relación con ella sufriría grandes y graves cambios, todos a peor. O que nuestra ya larga convivencia finalizaría. Lo entendía así porque, si estaba mi mujer enamorada de otro, sería el fin. Y si sólo era un juego, o atracción animal, ¿podría yo aceptarlo, sin menoscabo de mi honor? ¿Querría yo tanto a mi mujer para no decir nada, para enmudecer? ¡Sí! Lo más conveniente sería tratar de olvidar. Por mi parte no habría cambio. No diría nada de lo que vieron mis ojos y me rajó las carnes. La amaba demasiado, temía perderla por pedir unas explicaciones que, seguramente si ella las diera, además de dolorosas serían la puntilla definitiva a nuestra unión. Yo rogaba para que todo esto pasara cuanto antes; que una vez terminado todo volviéramos a la rutina centrándonos en el negocio. Yo trataría de recuperar el respeto y el cariño que antes recibía a manos llenas de mi familia, olvidando huecos existenciales y aires que insuflan velas.

—Fran, tú sabes que a mí me gusta llamar al pan, pan y al vino, vino; que me gusta llamar a las cosas por su nombre; que no me ando con tapujos. Bueno, siéntate y tómate esta pastilla.

Así lo hice. Me temía y esperaba lo peor. Siempre que alguien dice que le gusta llamar a las cosas por su nombre es porque te va a dar un disgusto.

—Pues sí, Fran, amigo. Hay que ser fuerte. La vida es muy larga para alguien tan joven como tú.

Guardó silencio, tomó aire como si fuera a apagar una vela, y soltó a bocajarro:

—La mujer te abandonó.

Me observó. Al ver que no hacía gesto alguno y que mi presencia era cual indolente estatua, prosiguió.

—Me ha dejado el difícil encargo de decírtelo y yo ya te lo he dicho.

Cerré los ojos y recordé las románticas tardes en el parque del Retiro de Madrid, agarraditos de la mano. Eramos novios y estábamos enamorados. Sonia, casi una niña, me miraba y se reía con ojos llenos de ternura. Robaba mis besos con dulzura. Me pedía amor, yo le daba todo el del mundo. Me quería sobre todas las cosas. Tierno amor de juventud, qué corta era su existencia. Todo lo acaban los años.

Pasó un helicóptero volando bajito. Su ruido hizo enmudecer a Inés y a mí me dio tiempo para evocar esos tiempos. Dicen que cuando alguien está en peligro de muerte, por su cabeza pasa su vida en unos instantes. Ahora que peligraba mi convivencia, pasaban dolorosamente todos estos recuerdos por mi cabeza.

—Mi amor, perdóname, quizá no debí decírtelo así, tan a lo bruto —continuó Inés cuando cesó el estruendo—. Se han ido unos días fuera. Me ha dicho que no quiere verte hasta que no pase un poco de tiempo, entonces las cosas estarán más estabilizadas, más calmadas y podréis iniciar los trámites del divorcio —sollocé echándome las manos a la cara mientras ella acariciaba mi cabeza—. Dice que los niños estarán con ella, también de momento, que más adelante podrás disfrutar de su compañía como su padre que eres. Que la perdones si te hace sufrir, que no te aferres a un imposible, que ya no te hagas ni le hagas más daño.

—Eso es de una canción de Isabel Pantoja —dije acertadamente.

—Sí, me pareció que venía al hilo y que lo que ella pidió que te dijera era más o menos eso. Porque dice que tú ya no eres el hombre del que ella se enamoró. Que tus locos proyectos, tus falsas promesas, tu inmadurez sentimental, tus pueriles ambiciones, tu afición desmedida al ron, la falta de comunicación y tus perversiones sexuales le hacían padecer mucho.

—¿Eso dice? —pregunté asombrado, sobre todo por lo de las perversiones sexuales. Creo que esto era cosa de Inés por echar más leña al fuego, pues hacía más de tres meses que no hacíamos uso del matrimonio, y la última fue porque era mi cumpleaños.

—Sí, eso dice. Y perdona si interfiero en vuestras vidas, pero creo que tu mujer ha soportado mucho. ¿O no es verdad que le transmitiste una enfermedad venérea? ¿O no es verdad que en la gallera un día apostaste mil pesos que no teníais?

—Es verdad, pero gané y comimos.

—Ya, pero ¿y si pierdes? Las mujeres necesitamos tranquilidad, sosiego, alguien que nos proteja contra los avatares de la vida, alguien fuerte, tierno, seguro, fiable; que no nos acongoje cada día con un nuevo cambio disparatado, con un nuevo desastre. Como el último que colmó el vaso. ¿O no es verdad que os han deshecho la casa? Pobre Sonia. Llegó tiritando de miedo, con la cara desencajada por el susto. Los niños llorando como tú ahora. Me contó que al regresar a casa se encontró en ella a unos asesinos que preguntaban por ti y por un saxofón. Que una mujerona le agarró por los pelos y que juró matarla si no aparecías. Tú le dijiste que te marchabas a San Nicolás para hacer un curso de ventas y resulta que te marchaste a España. ¿Te parece justo? No, Fran. Esto era imposible de mantenerse. Ella levantando una empresa honestamente..., esforzándose, y tú implicándote con esas gentes... en vaya a saber usted qué.

—¿Y es por eso por lo que se andaban hociqueando en el parque? ¿Por eso se marchó con Manuel Iglesias? —dije rabiando.

—¿Qué lo qué? —preguntó ella sorprendida.

—Supongo que por eso le encandilaría. Sé que él es un pastor de la Iglesia Adventista de los Santos de los Últimos Días. Hombre serio, trabajador y rico. Muy rico. Dueño de plantas envasadoras de gas, de gasolineras, de varias fincas y no sé de cuántas cosas más. Cuando te diga como le llaman sabrás de quién se trata. Es... Manolito el Oso. ¿O es que acaso eso no te lo dijo esa infiel? —pregunté ya más controlado secándome las lágrimas con la punta de la camisa.

—Sí me lo dijo, pero no quería yo hurgar en la herida.

—Y no te ha dicho cómo se puede amancebar con un animal, con un tumbaollas que pesa por lo menos ciento cincuenta kilos y que da asco. ¿No le da vergüenza refocilarse en lugares públicos con ese oso?

—Me sorprende que lo sepas. No sé quién te habrá abierto los ojos. Sonia lo llevaba con absoluta discreción. Ten cuidado Fran con lo que dices y con lo que haces. Ése es un hombre que no se anda con juegos ni tonterías. Él, por otra parte, se ha comprometido a cuidar y proteger a vuestros hijos como si fueran propios. Es un hombre que no tiene vicios, no toma ron, ni fuma ni nada; es un hombre serio, convertido...

—¡Joder! Si al final voy a tener que ir a visitarle para darle las gracias por robarme a la mujer y protegerme a los niños. Lo que debería hacer como buen pastor, lo que no debería haber olvidado, es lo que dice la Biblia: «no desearás a la mujer de tu prójimo»—me sentí ridículo al decir esto, al tiempo, insignificante, humillado, por la superioridad apabullante de un hombre de provecho— ¡Claro! Él es la Cara y yo la Cruz. Él es rico, yo soy pobre, un pelagatos; y sí..., tengo varios vicios.

Callamos durante unos momentos, al fondo se escuchaba la charla de los dependientes con la clientela en la tienda. Desesperado continué:

—Está bien: me arrastro, suplico. No tengo dignidad ni tengo orgullo porque la amo mucho más que todo eso. Inés, te pido, como a Dios mismo te estoy rogando, dile..., que es mi vida, que no me abandone, que me mienta, que no me importa creer lo que diga ella, que no la he visto con él si lo jura ella. Dile que vuelva. Díselo, por favor.

—O.K., Fran. Le diré lo que acabas de decir. Que también me recuerda una canción.

—Lo es pero igualmente viene al hilo.

Las contundentes noticias, la certeza de la pérdida, hizo sombra a todo. Olvidé el coche. Olvidé a la Negra Pola. Olvidé el peligro. No era consciente de mi vagar por Morúa. Mi obsesión alteró el tiempo, el espacio. Era un sonámbulo despellejando quimeras con palabras afiladas: Te abandonó la mujer. Tus locos proyectos. La mujer me abandonó. Tus falsas promesas. Me abandonó. Tus pueriles ambiciones. Te abandonó la mujer, Fran. Estoy solo; otro solitario en este desierto de millones de personas, un castigo que no podré soportar...

La privación de alguien importante, sin aviso y de una manera tan brutal, es como el despertar repentino en una noche oscura. Aunque la opinión de un tercero y cabal sería que todo era previsible, que no es nada raro que una mujer rechace a un hombre después de trece años de angustia cercana a la locura; que de los huesos huecos y carcomidos no se saca buen caldo; que fue prueba de fidelidad y confianza conyugal apostar tantas veces por el mismo caballo cojo. Sí, así sería seguramente, pero yo en esos instantes padecía y sufría de la más despiadada de las soledades. Las causas serían mil pero el hecho era uno: estar solo.

—Buenas tardes, saludos. ¿Cómo estamos? —era el saludo del veterano barman del Green Lamb.

Faltó muy poco para que me echara en sus brazos pidiendo asilo sentimental. Era una cara familiar y yo necesitaba consuelo y unos oídos que escucharan mis desgracias. Se esfumaron mis intenciones cuando dijo:

—Todavía no hay Happy Hours.

Alcé la vista, contemplé el rostro oscuro y afable de siempre.

—¿Qué hago yo aquí? —dije mirando al camarero, aunque era una pregunta que me hacía a mí mismo.

—Usted sabe. Me imagino que habrá venido a bebel.

—El único regalo que le hice desde que nos conocimos fue un vestido —las palabras salían por mi boca, pero salían solas, indeliberadamente, sin que yo las pronunciara conscientemente.

—¡Ay, carajo! Eso es muy poco pa una hembra. ¿Qué va a tomal?

—Es extraño. Siento en mí como... un quebrar de cristales pero, al tiempo..., un gozo inerte por la consumación. Sírvame un ron Casteló a la roca.

—¡Sí señol! El hombre que no regala a las mujeres es un mono que se despioja solo —se alejó hacia la barra.

—¡No! —exclamé cerrando los ojos y dando un fuerte puñetazo sobre la mesa que le hizo detenerse sobresaltado—. Traiga una botella de Nacal 501.* Hoy me quiero emborrachar. Como ella ya no me quiere, que quiere a otro, pues yo me abrazo a la que consuela y alivia: la botella —me carcajeé como un poseído.

El barman trató de hacerme callar, asintiendo con la cabeza y pidiendo calma con las manos, porque con el puñetazo y mis gritos atemoricé a una pareja de ancianos belgas que en la mesa contigua jugaban al parchís. Miraban admirados con sus pasmosos ojos azules. Por no entender el idioma de Cervantes no comprendieron el significado, pero correspondieron amablemente con sus copas en alto cuando yo, levantando la mía, brindé con el brindis que hizo Carlo Nemo antes de suicidarse: «Por la irrecuperable fe desmenuzada en el camino». Para colmo de mis desgracias, no reparé hasta entonces en que llevaba la bragueta abierta, sin duda desde que salí del hotel duchado, perfumado y sin calzoncillos. Imaginé la pena y vergüenza ajena que produciría en Inés darme tan nefastas noticias viéndome así, en una posición tan indigna para un mártir. Subí la bragueta con rabia, diciéndome a mí mismo: ¡hasta el brindis me tenía que resultar ignominioso! Entré al ron como el que se tira a una piscina.

Ya iba por el segundo de los vasos de ese maldito ron. Como a lo que primero afecta es a la visión, vi nebulosamente a Jimmy acercándose a la mesa.

—Joder, Fran, cómo te estás poniendo —dijo como para saludar—. Chico, trae una Regente bien fría —ordenó al camarero sentándose en una silla.

Ya un poco atemperado por el consumo de espiritosos, recomponía mi ánimo poco a poco.

—¿Cómo está la cosa? —pregunté por preguntar.

—No hay nadie, están todos los hoteles vacíos. Y los pocos turistas que hay son una mierda, no se gastan ni una cala. Y, aunque yo soy un profesional y domino el cotarro con simpatía, lo tengo crudo. El pobre de mi jefe está hecho polvo también, ahora que ha metido el aire acondicionado y se ha gastado una pasta, no entra nadie a intoxicarse al Hernán Cortés. ¿Y tú qué tal?

—Bien. Me ha abandonado mi mujer. Ignoro dónde están mis hijos. No tengo dinero. Me quieren matar. No sé qué voy a hacer con mi vida. Si fuera un ruiseñor estaría ronco. O sea... bien. Como siempre.

Callamos. Eché otro trago y prendí un cigarrillo. Después, desencadenado por el alcohol y espoleado por las aristas del recuerdo implacable, continué:

—Era un frondoso árbol que daba sombra en mi alma árida —dije conteniendo las lágrimas y no atinando a echar el ron en el vaso—, y me abandonó. Me abandonó la muy puta. Y encima para liarse con un negro convertido.

—Joder tío, qué palo. Buh, tío, qué movida. Pasa tío. —me confortó Jimmy con sus palabras.

Después de unos cuantos ratos más de charla y alcohol, Jimmy concluyó con la sabia sentencia:

—Lo mejor para no acordarse de una mujer es no recordarla.

Esto y poco más es lo que recuerdo de nuestra etílica conversación, porque a esas alturas llevaba ya más de media botella consumida tratando de disipar la bárbara inmundicia con todos los tragos de ron que soportara mi cuerpo. No recuerdo tampoco cuándo se fue, ni quién, al acabarla entera, me sacó del «Green Lamb» dejándome tumbado al pie de una farola; teniendo, eso sí, la atención de poner unos cartones debajo, en el suelo, por la humedad, aunque sustrayendo también todo el dinero que llevaba encima.

Desperté en ese mismo lugar. Serían las ocho u ocho y media de la mañana. La hora tampoco la podría precisar porque también me libraron del peso del reloj. Una breve lluvia nocturna mojó mis despojos. Turistas caritativos arrojaron algunas monedas a mi lado.

Sufría la mayor resaca de mi vida hasta esas fechas, pero lo insoportable era el reconocer mi hundimiento moral. Era estúpido. Como escribió Valconi: «Es de idiotas desplumarse las alas con el propio pico». Tratarse tan mal, acabar tirado en el cuarteado lodo de la calle como un vulgar y sucio borracho por una mujer que estaría durmiendo sobre sábanas blancas al calor del negro.

Desembrujado de golpe, retornó la razón perdida durante tanto tiempo, y regresó llena de ira; tras ella, aliados, el desprecio y el ansia de venganza, arraigando hasta en el último átomo de mi persona. Desde esa noche ya nunca fui el que era. Seguía la transmutación. En esta despreciable metamorfosis, de ser un pobre diablo me convertí en un maldito demonio. No fue Sonia el detonante de mi odio desatado, de mi transformación. En realidad, fue toda mi historia condensada dentro del Nacal 501. Ésa era la frontera entre dos personas distintas y un solo pasado verdadero. Ella asestó la última puñalada a mi corazón haciendo desaparecer la resignación de mi carácter. Desde esa mañana, aún bajo los efectos aturdidores del ron, empecé a elaborar los planes de una nueva vida. Vislumbré algunas posibilidades económicas para el futuro. Poco a poco, con mucha delicadeza y dedicación compuse los planes que abrirían las puertas a un futuro distinto para mí.

Al atardecer regresé a la farmacia San Judas. Con un corazón flechado y con la leyenda «Párteme el corazón» dibujado en el pecho; despeinado, sin afeitar, la ropa sucia llena de lamparones, en pantalones cortos, con un sucio gato negro en un brazo y una Biblia con tapas negras en el otro. Mi aparición desconcertó a todos los presentes. Inés, me vio entrar pero no dijo nada, durante unos momentos se limitó a estudiarme. Yo entretanto hablaba excesivamente halagüeño y dulce con el gato mostrándole la sección de juguetes. Al rato me llamó indicando con señas que pasara a la trastienda. Los empleados y clientes a duras penas podían aguantar la risa. Tratando de disimular, no dejaban de seguir mis movimientos. Cuando pasé, ella cerró la puerta tras de mí.

—Buenas tardes nos dé Dios —dije saludando de manera efusiva.

—Hola, Fran. Siéntate por favor.

No dijo nada, ella se sentó también y extrajo de uno de los cajones de la mesa de su escritorio unos polvos que echó en un vaso con agua. Inmediatamente comenzaron a efervescer, adquiriendo el líquido un tono ambarino. El gatito y yo manteníamos la mirada fija en ese vaso bullidor, abstraídos, como si las burbujitas fueran lo único importante de este mundo. Carraspeó y por fin dijo:

—Bueno, Fran, ¿a qué debo tu visita? Creo que dejamos las cosas claras.

Yo, como despertando de un trance, dije con palabras atropelladas:

—Oh, ¡Bendito sea Dios! He venido a comprar un antidiarreico para mi gatita. La pobre está un poquito suelta. ¡Claro!, como ya no ve a su ama. Hablando de esta señora enseñoreada, dile que no soy rencoroso, que venga. Dile que vuelva, que al gatito y a mí, no nos importa si hubo otro porque ya la perdonamos. Y que si vuelve yo la vuelvo a amar. Que cuando regrese iremos junto con los niños a recoger florecillas y a pasear por los acantilados. Como amigos, sin rencores. Que veremos la misma puesta de sol de siempre y... me cago eeeenn diez. ¡Ja! ¿Me das los antidiarreicos por favor?

Terminó la efervescencia en el vaso, pero ella no tomó ni un sorbo. Impresionada, no atinaba a reaccionar. Algo nada extraño debido a lo absurdo de las palabras que pronuncié con tanto ardor y a mi desastrada apariencia. Se levantó aturdida a por el medicamento y, antes de entregármelo, dijo procurando dulcificar la voz:

—Quiero que sepas, de verdad te lo digo Fran, que a mí me parece muy mal cómo ha actuado la ingrata de Sonia. Que yo le insistí una y mil veces diciéndole que se lo pensara bien, que a un hombre tan interesante como tú no se le encuentra fácilmente. Que eres muy bueno. Quiero que no olvides que sólo me limité a decirte su mandado, que yo te sigo apreciando como siempre.

Mientras hablaba miraba alternativamente a mis ojos, que yo mantenía sin parpadear fijos en los del gato, y a las cachas de una pistola de agua que sobresalía del bolsillo de mis pantalones cortos.

—¡Mal, muy mal! De verdad te lo digo Fran. Sabiendo como sé de tu lucha por sacar a una familia adelante. Esa mujer, así por las buenas, se va con ése, que dicen que su padre era aidiano, y que practica la usura, que eso no hace falta que me lo diga a mí nadie.

—¿Cuánto te debo? —pregunté cantando.

—Nada Fran, por Dios. Eso va por mi cuenta.

—No no no no no no. ¡No! Yo pago lo que compro. Las cosas hay que pagarlas, como está mandado. Pero como no tengo dinero te doy a cambio, y sé que sales ganando... —hojeé la Biblia y de sus páginas centrales extraje una fotografía— ...este autógrafo de Georgie Dan, afamado cantante. Y no me lo agradezcas porque yo soy así de desprendido con mis amigos.

—¡Oh, gracias! —aparentó sorpresa; seguramente sin saber quién era el individuo.

En Marbueno, una brisa cadenciosa mecía la vegetación perezosamente. Algunos rayos de sol iluminaban penumbras cuando en el bamboleo lo permitía el follaje. En una radio cercana sonaba una bachata. La habitación tenía la puerta abiertas al igual que las ventanas. El aire cálido y húmedo entraba y salía agitando los livianos visillos, dejando un aroma dulzón a trópico en el cuarto. Fuera alguien cantaba: «mami, ya llegó tu macho, el que te domina».

Los armarios sólo guardaban ahora mis prendas. En el cuarto de baño sólo mis útiles de higiene. No se veían ya juguetes por ningún sitio. No se oían las risas de mis hijos. Un estado nuevo, desacorde, al que tardaría en acostumbrarme. Mirando la cama recordé el bolero aquel que decía: «Hay un perfume extraño en nuestra almohada, creo que en mi ausencia alguien durmió en mi cama». Recuerdos coronados, bromeé conmigo mismo haciéndome daño.

En la radio sonaron las señales horarias y, después de ponerme presentable, me dirigí al restaurante donde cité a Bienve. Tenía intención de proponerle un buen negocio.

Caía la tarde por esa parte del mundo. Las principales calles comenzaron a alumbrarse malamente con las escasas farolas en funcionamiento. No trabajaba mal la Corporación Eléctrica por esos tiempos, sólo faltaba el fluido durante tres o cuatro horas diarias. Los restaurantes sacaban a la calle sus carteles de reclamo donde ofrecían el menú y exponían los precios. La cosa estaba dura en la calle. Los escasos turistas extranjeros que paseaban a esas horas eran acechados por los captadores, incansables, haciendo su trabajo como moscas persistentes e irritantes.

El maître me acomodó en una de las mesas mejor situadas. Desde allí, en el balcón, podía contemplar la playa desierta y la galbana del oleaje de un purpúreo mar en calma. Encargué un Casteló añejo a la roca.

Me sentía bien. Una buena ducha desprendió ruinas y derrotas. La inveterada, la persistente melancolía del acendrado, del romántico héroe vencido y ultrajado. Toda esa escoria se perdió por el desagüe con horrísonos quejidos. En esos momentos la pureza de otra piel más densa e impermeable, limpia de principios, se correspondía con mis propósitos. Recién rasurado, vestía mis mejores prendas, calzaba zapatos lustrosos, tenía un poco de dinero en el bolsillo y, en mi cabeza, los planes para romper el cántaro de las lágrimas. Me felicité por la maniobra que tendría a mi mujer alejada durante bastante tiempo. El temor que le produciría encontrarse con un marido enloquecido de abandono, haría que no respirara el aire de Morúa durante mucho tiempo. Seguro que a esas horas Inés ya le habría informado con mucha exageración de mi visita a la farmacia.

Saboreaba un cigarrillo y el ron bien fresco, el primero del día, cuando llegó Bienvenido del Campo Calatrava con apariencia de amo de plantación. Camisa, pantalones, zapatos blancos y, por si eso fuera poco, un sombrero del mismo color con una cinta negra. Recién duchado también. Con el cabello húmedo, peinado hacia atrás, aplastado a las sienes, con joyas relucientes en el pescuezo bronceado.

—¿Cómo estamosss? Cuánto tiempo. Je, je, je —sentándose pidió una Regente ceniza.

—Quiero hablar contigo de negocios —comencé sin preámbulos.

—Pues ¡ándele! compadre. Je, je, je.

—Pues el caso es que regresamos a España toda la familia. Se empeñó mi mujer. Dice, y no le falta razón, que ya llevamos mucho tiempo por aquí; que echa de menos el clima, la gastronomía, a su familia, a la que conoces, sobre todo a mi inefable suegro; no quiero ni imaginar los viajes en busca de víveres que organizaríais.

—Je, je, je.

—Echa de menos también el frío. Quiere volver a la civilización. Quiere abrir un grifo y que salga agua, dar a un interruptor y que se haga la luz, y no como aquí que uno no sabe nunca... En fin. Tú ya sabes cómo son las mujeres. ¿Para qué te voy a contar? El caso es que nos vamos.

—Pero si ahora os va muy bien con las flores. Me han dicho que os estáis forrando. No es por nada pero en asuntos de artesanía yo tengo algunas cosas que decir. No en vano fui delegado del INI* en la Tercera Feria Internacional de Artesanía en la ciudad de Praga. Allí desempeñé las funciones directivas para lograr el ambicioso objetivo trazado. Es decir promoción y difusión de nuestros trabajos ancestrales en ese campo. ¿Por qué se conocen internacionalmente las bonitas bailaoras andaluzas con su vestido de faralaes, su pelo moreno y la peineta, con esa perfección gestual alcanzada? Yo fui, Fran, quien se empeñó por aquel entonces en la promoción de la muñeca, además del toro negro con divisas en el lomo. El Ministro de Industria por aquel entonces se empeñaba en seguir llevando a estos magnos acontecimientos los rastrillos usados en las eras españolas durante tantos años. En fin lo de siempre: ¡botijos! En todas las ferias igual. ¡No te jode! ¿Cómo pudo un joven por aquel entonces introducir estas innovaciones en un mercado tan rígido, tan conservador? Esas novedades que marcaron el camino a seguir por años y años y que señalaron las pautas de comportamiento en tantos y tantos ejecutivos estatales. Persuasión, saber entender, y sobre todo saber callar y escuchar a las personas; poca gente hace esto. Lo normal en los maleducados es no dejar hablar. Pues escuché, entendí sus razones, ellos entendieron las mías. También en otro año presenté a una bailarina más, pero en esa ocasión era... la que por medio de un hilo y de un carrete andaba solita. Tú tirabas así, para arriba, y lo soltabas. Entonces la muñequita empezaba a correr como si estuviera loca. Con esto verás que no hay artesanía pequeña, que es la mano del hombre la que...

Bienve siguió y siguió, dándome tiempo holgado a consumir la sopa de mariscos, un t-bone, los postres y el café. Después él pidió otra Regente. Tras la tercera cerveza calló. Mientras embuchaba un trago, dije bajando la voz:

—Sé que Altagracia, mi antigua y eficiente secretaria, estaba muy interesada en nuestro negocio de flores, que incluso lanzó una oferta de compra por medio de una de nuestras operarias muy amiga suya. Es por esto, y a pesar de tener más gentes con las que negociar, que he preferido hablar contigo antes que con nadie. Para algo somos amigos. Si te interesa, podemos estudiar el asunto a fondo. Puedo mostrarte estadísticas, ventas, clientes, facturaciones... Si no te interesan el total de las acciones, podemos negociar parte de ellas. Este negocio tiene el carácter de la sociedad anónima española. Es AATUCA.

Sabiendo lo que me venía encima, pues él tomaba la palabra, pedí un servicio de ron.

Transcurrido un largo tiempo, en el que Bienve me ilustró sobre la recolección del azafrán entre otros interesantes temas, terminando mi servicio y Bienve seis Regentes más, estrechamos nuestras manos sellando un preacuerdo de compra. Después de hacer inventario, estudios de documentación y demás se concluiría el trato. Como yo pensé, Bienve no es de esos tontos que dejan pasar una ganga por escrúpulos absurdos. Era un buen negocio para él. Sé que tenía información detallada de la excelente marcha de la empresa por la amiga de Altagracia. El precio que oferté era demasiado tentador, además, la amorosa presión de su gallinita favorita haría el resto para que estampara su firma en las escrituras y en un cheque para mí.

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Fecha de publicaciónEnero 1998
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