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Confluencias

Francesc Sabtedí
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Una hermana le hubiera gustado tener, o más bien un alma gemela a la que susurrarle quizás lo que veía por la noche —juntas ahuyentarían al pirata y, haciéndose las dormidas, se reirían por lo bajo en la oscuridad de su cuarto hasta que, al final, una de las dos acabaría durmiéndose de verdad—, una hermana que la distrajera de los ciervos y que le hiciese olvidar las carreteras rectas como las vías de tren —a sus espaldas se burlarían de sus primos, o las cuatro As, como ella los llamaba—, un alma gemela a la que abrazarse durante el entierro de sus padres —caminarían despacito entre tantos parientes extraños y le consolaría pensar que sus padres no sólo se le habían muerto a ella—, una hermana —se dice la camarera sin amargura, casi ilusionada— a la que invitar a café con pastas y..., pero entonces el chasquido de la puerta la distrae de sus pensamientos, alza la vista y observa a la chica que recorre la sala vacía y se sienta ante la mesa de la esquina, ella aguarda un instante, se seca la frente con la manga y después se acerca a su mesa y del bolsillo del pecho saca la libreta y sonríe maquinalmente con una sonrisa que es más bien un disparo de salida, como el diga que se suelta al descolgar el teléfono, pero la chica de la mesa le devuelve la sonrisa y se queda callada y la camarera enseguida siente que algo no va bien, que los atletas deben echarse a correr al oír el pistoletazo en vez de responder con otro disparo, que no tiene sentido dar un diga por un diga, a menos que —reflexiona la camarera— no se haya oído el primer diga y, por eso, la camarera ladea la cabeza, estira la sonrisa y alza la comisura del labio, que es como gritar ¡diga! en el auricular, y clava la punta negra del impaciente lápiz al principio de la hoja de la libreta, pero su estrategia destrabalenguas no parece dar resultado ya que, en lugar de pedir lo que desea, la chica ha entornado los ojos hacia el cielo raso y la mira sin mirarla con el blanco de los ojos al tiempo que su mano insegura tantea la mesa, como cuando en la oscuridad se busca el interruptor de la luz, sin dirigir la vista, y es entonces cuando la camarera sospecha que quizás sea ciega y piensa que es la primera vez que tiene que servir a una ciega y que es inútil decirle diga a un sordo y que, aunque le ha sonreído, no es a ella a quien ha sonreído sino a sus pasos y que no puede saber si esos pasos que se han detenido pertenecen o no a una camarera, así que se decide a hablar pero antes carraspea, no porque necesite aclararse la garanta sino para no ser brusca y, después de esa tosecilla que significa allá voy, va y dice «Usted dirá...» pero la chica no dice sino que deja caer su cabeza hacia atrás y abre la boca y luego su cuerpo se inclina hacia adelante y se precipita y su frente da ruidosamente contra la mesa de madera, quedando un brazo doblado bajo su pecho y la muñeca dolorosamente retorcida, en una torsión imposible que la vista rechaza, y la camarera, todavía con el sabor del Usted dirá en la boca, se da cuenta en ese momento de que ese movimiento del cuerpo de la chica es el movimiento de la manzana que cae del árbol o del árbol que se desploma, carece de voluntad, y advierte que le sudan las manos y la frente y que le duelen los dedos de tanto apretarlos contra el lápiz pero no puede dejar de apretarlos y piensa que habría que hacer algo, hacer algo.

Es tan fácil decirlo. Hacer algo. Lo repite casi con tono de cita, casi en voz alta. Hay veces en que los hechos piden a gritos una respuesta pero ese mismo griterío nos envuelve como un manto y sofoca nuestros actos. Lo ha pensado en muchas ocasiones, no sólo hoy. Pero hoy ha sido más evidente. Ese agarrotamiento que ha sentido hace un rato de todas las extremidades. De todas, también del habla y del pensamiento, congelado en una mueca. Y ha notado que solamente otro acontecimiento la podía sacar de la parálisis y ha deseado vehementemente que sucediese algo. Y por fortuna así ha sido: ha tintineado la campanilla de la puerta y ha entrado un cliente. Ella ha alzado la vista y ha oído a su espalda los pasos de su padre saliendo de la trastienda. El hombre que ha entrado le ha sonreído, se ha acercado a las estanterías y ha pasado la vista por los lomos de los libros durante un rato. Lo ha estado observando y entonces se ha sorprendido a sí misma sonriendo, quizás porque el hombre le ha sonreído y ella le ha devuelto el gesto en un acto reflejo, o quizás porque el hombre no veía muy bien y tenía pegados los ojos a los títulos de los libros. Lo curioso es que con aquella leve inflexión de la boca se ha desvanecido la angustia que la embargaba hace tan sólo un instante. Es absurdo, pero ha sido así.

El hombre en realidad no quería nada, sólo mirar un poco, y enseguida se ha marchado. Ella se ha quedado pensativa, imaginando a la esposa de ese señor —qué tontería, ¿no?— cuando, de pronto, ha notado la respiración profunda de su padre, seguramente de pie junto a la caja y —no ha podido evitarlo— se ha puesto a tiritar y ha vuelto a ver el naranja de la naranjada. A media tarde siempre se toman una naranjada bien fresca. Es en lo que estaba pensando antes, cuando ha entrado el cliente, en la naranjada de media tarde. Ahora se vuelve y sus temores se confirman: su padre, tras el mostrador, respira profundamente, la mira, su cuerpo obeso se hincha y se deshincha, se pasa un pañuelo por el rostro abotargado, por la piel grisácea y sudorosa, luego dirige la vista hacia la puerta de cristal por la que el verano entra a raudales en la pequeña tienda.

Ella cierra los ojos, se sumerge en una oscuridad anaranjada, hay que pensar en algo agradable. Como en Silvia, su última amiga, su única amiga, hace mucho tiempo. Como un humo que regresara al cigarrillo, un recuerdo se va hilvanando poco a poco: el balanceo de un columpio, las manos en la cadena fría y ferrugienta, «¡empuja más fuerte!», el aire entre las piernas levantándole la falda, «mira, huéleme las manos», el mohín de Silvia retirando la cara del intenso olor que se desprende de las palmas extendidas, «¡no seas tonta!», «¡tonta lo serás tú!», la persecución por el patio ignorando a las otras niñas, el abrazo de las dos amigas, la cabellera rubia de Silvia entreverándose con su cabellera castaña y, en ese espacio de sinceridad, una pregunta que pugna por formularse y que se estrella contra el muro de la sospecha.

Sigue con los ojos cerrados y se da cuenta de que de nada sirve cerrar los ojos porque enseguida asoman los malos recuerdos. Como la muerte de su madre, que de alguna forma había sido su propia muerte, que de alguna forma lo había cambiado todo: Silvia que la mira con resquemor por su distanciamiento, el secreto, la vergüenza, el asco que se interpone, la amistad que se entibia, ella ovillada en su habitación, Silvia, tan sólo un recuerdo arrumbado en la memoria. Y ahora también, a pesar del calor tan sofocante.

Claro, ha sido el calor tan sofocante, ha pensado al rato, se ha desmayado, y solamente cuando ha dado con una explicación satisfactoria ha sido capaz de reaccionar: ha colocado una mano liviana en el hombro de la chica y la ha agitado mientras decía, le susurraba más bien, como para no llamar la atención, como si le diera vergüenza que alguien presenciara la escena, le susurraba: «Oiga, despierte», un oiga, despierte que ha sonado raro porque se lo ha oído decir a sí misma como si lo escuchara pronunciado por otra persona y de pronto le ha venido el recuerdo de aquel sueño que ha sentido que estaba de alguna forma relacionado con lo que le pasaba, aunque al principio no ha percibido claramente el nexo entre la chica desmayada sobre la mesa y aquella pesadilla de la que se había despertado palpitante y bañada en sudores y miedo, y con esa vaga sensación de familiaridad, de sueño ya soñado o que se sueña a sí mismo en una infinidad de reflejos: va conduciendo por una carretera desierta en la oscuridad, una carretera recta como una vía de tren que sin embargo de pronto se curva y los focos de su automóvil iluminan un objeto en el arcén, un cubo de hojalata y, no, ahora que está más cerca lo ve más claro, no es un cubo sino más bien una bola de chatarra, un ovillo de hierrajos replegados y de chapa abollada, ¡oh!, es un coche aplastado, una carrocería arrebujada, rociada de una miríada azucarada de cristales en la calzada, es un coche accidentado y una pregunta que la abofetea y le hace sentir que despierta del sueño que es ese resbalar suave por la carretera: ¿cuándo ha sucedido? Porque quiere pensar que no está sucediendo ahora, que toda esa chatarra forma ya parte del paisaje, como esas palomas-pavimento que en las calles de las ciudades no son ya más que grumos del asfalto. Desea quitarse esa visión de la cabeza y aprieta a fondo el acelerador pero en cambio el coche frena justo delante del otro coche. Pone mecánicamente el intermitente y se queda mirando el volante, como si hubiera algo que mirar en el volante, mirando sus manos agarradas al volante, los dedos sudorosos alrededor del volante, la respiración acelerada, temblando, y solamente al cabo de un rato alza la vista hacia el retrovisor y atisba dentro del pequeño rectángulo el rebujo de hierros que es el otro coche, tan quieto, tan inquietantemente quieto, teñido de una intermitencia anaranjada.

Cuando abre los ojos y se desprende de la oscuridad anaranjada, su padre está descorriendo las cortinas del aparador, retirando el letrero de CERRADO. Piensa de nuevo en su madre, en su hermana, en Silvia, las tres perdidas para siempre, mientras le ve acercarse al mostrador con su caminar orondo y aquella sonrisa de satisfacción dibujada en la boca y aquellos ojos ausentes y el asco la va ganando poco a poco hasta que comienza a sollozar con disimulo, entrecortadamente. A su padre le cambia de inmediato la expresión, la mira enojado. Ella entonces no puede aguantar más y rompe a llorar a cara descubierta.

—¡Cállate de una vez! —le grita, amenazador.

Pero ella no puede mitigar las lágrimas; al contrario, espoloneadas por el miedo, brotan con más fuerza en oleadas sucesivas que agitan convulsivamente su cuerpo contraído en el centro de la pieza.

—¡Que te calles, te he dicho!

Y su padre da dos pasos hacia ella y ella se lleva una mano a la boca que sofoca el lloro. Tan sólo queda un sordo gimoteo. Su padre, nervioso, mira a uno y a otro lado, pero sobre todo a la puerta. «Ojalá estuvieras muerto», y se restriega la cara con el envés de la mano. Al final, acierta a decir entre hipidos:

—Subo a la cocina —no mira a su padre sino al suelo— a preparar la naranjada.

—Eso.

La vivienda está justo encima de la papelería. Basta salir a la calle, entrar en la portería vecina y ascender un piso por una escalera empinada y angosta. Su padre sube luego a tomarse la naranjada junto a la ventana del comedor, desde donde vigila la acera. Si ve entrar a algún cliente en la tienda le grita:

—¡Niña, baja a atender! —su padre siempre la trata como a una niña.

Y ella sale corriendo de la cocina.

Antes era distinto. Cuando su madre vivía, su padre no abandonaba nunca la tienda y era ella quien le bajaba la naranjada, excepto cuando su hermana estaba en la casa, cosa que no sucedía a menudo ya que Pilar, que era mucho mayor, estaba internada en un colegio y tan sólo les visitaba por navidad y durante las vacaciones del verano. Sostenía con los dos brazos aquella bandeja que creía de plata mientras su madre depositaba el vaso bien lleno sobre una superficie tan brillante que espejeaba por poco que balanceara los brazos. Le abría luego la puerta y ella salía al rellano sin quitar la vista del vaso y descendía las escaleras con pie cauto, procurando no dejarse ningún peldaño. En la planta baja introducía una pierna en el vano de la puerta entornada, se abría paso ayudándose con el codo y salía a la calle. Al verla sobre la acera, su padre la hacía pasar al interior de la papelería, alcanzaba el vaso y se bebía la naranjada tras el mostrador. Ella, con la bandeja todavía sobre los brazos, esperaba a que terminase y le devolviese el vaso. Recuerda todo esto con un resto de asco —sobre todo con un resto de asco hacia sí misma— mientras sube cansina aquella escalera empinada y angosta, las manos en los bolsillos de la falda, la mirada en los peldaños polvorientos. Hay que hacer algo, pero ella no se siente con fuerzas para nada. Hace tanto tiempo que aquello dura que no concibe que las cosas puedan ser de otra manera.

Había sido en uno de aquellos viajes desde la cocina a la tienda cuando su padre le había hablado del cariño superior que él sentía por su hija y habían comenzado aquellas caricias que primero había recibido inocentemente pero que la confundían, no le gustaban, o quizás sí, ya no sabía porque se había acostumbrado a ellas. No, las aborrecía, aunque su padre dijera esto es normal porque yo te quiero. Sospechaba que aquello no les pasaba a las otras niñas del colegio y por eso no se había atrevido a hablar con Silvia. Lo sospechaba por la cara que ponía su padre y porque en una ocasión le había susurrado que el cariño superior hay que guardarlo en secreto, ni a tu madre se lo tienes que contar, ¿vale?, y había percibido una amenaza encerrada en aquel vale.

—¿Por qué has tardado tanto? —había acabado por preguntar su madre una tarde.

Ella se había quedado callada, cabizbaja.

—¿Qué pasa?

Y ella se había puesto a sollozar y le había dicho entre dientes lo que sucedía cada vez que llevaba la naranjada a su padre y no había clientes en la papelería. Su madre la había mirado muy seria y le había mandado callarse y no decir más tonterías.

—Ni una palabra más —y había alzado una mano como el vale de su padre.

Ahora, de camino hacia la cocina, pasa ante el dormitorio de sus padres, la puerta entreabierta, un haz de luz que se cuela y baña los pies de la cama y la pared y enciende un destello en los ojos de la pantera negra.

—Lávate los dientes y ven a la cama.

Parece que lo está oyendo. Pilar había sido autorizada a pasar unos días con ellos con motivo de la muerte de su madre. Habían asistido al entierro cogidas de la mano y habían permanecido así durante toda la ceremonia, e incluso al despedirse de los abuelos y de la tía Luisa, que era la única hermana de su madre, aunque, en realidad, apenas la conocían porque nunca las visitaba debido a algo que había sucedido entre su padre y su tía en un tiempo que ella no era capaz de recordar. Habían pasado el día siguiente encerradas en su habitación, llorando contagiosamente, compartiendo el cuarto como en las vacaciones, y en cierto modo había sentido aquellos días como el final de unas largas vacaciones que abarcaban toda su vida hasta entonces. Solamente la mañana en que Pilar se dispuso a preparar su maleta cesaron las lágrimas. Ella se la había quedado mirando muy seria y después había sacado su ropa del armario y había comenzado a doblarla sobre la cama, remedando a su hermana.

—Que tú no te vas —había dicho sin fuerzas Pilar, esbozando una sonrisa que le había salido torcida.

Ella había estado siguiéndola sin decir nada el resto del día. Pero, por la tarde, al pie del autocar que conduciría a su hermana de vuelta al internado, le había saltado al cuello con un ademán que era un abrazo y a la vez una súplica.

Y luego, ven a la cama que me siento muy solo. Y la imagen —¿por qué?— de Pilar en una habitación del internado que no había visto nunca. Y ella subiéndose a aquella cama tan alta, su padre tendiéndole una mano, ella ocupando el lugar de su madre, tapándose con la sábana, su padre retirando la sábana y entonces ella descubre el cuadro en la pared, a los pies de la cama. Un cuadro entrevisto en medias luces que es como dos cuadros en uno: por un lado, el fondo en el que, bajo el cielo arrebolado del atardecer, se erige una cordillera de cumbres cárdenas a cuya falda se extiende un fleco de árboles que atraviesa el cuadro de extremo a extremo; por el otro, el primer plano, la bestia ajena al paisaje y al tiempo, el centelleo de su mirada de pantera, el lomo suave como una sombra, la noche cerniéndose sobre su pelaje lustroso.

Cuando aquellas visitas al dormitorio de su padre se habían convertido en una rutina —Lávate los dientes y ven a la cama—, ella había aprendido a tenderse inmóvil y a concentrarse en la pantera, en aquellos dos ojos brillantes que la miraban de costado y lo presenciaban todo. Ahora se daba cuenta: había ido achicándose a fuerza de visitar aquel dormitorio hasta convertirse en una adolescente pusilánime, incapaz de hacer amigos, temerosa del mundo. Y el mundo lo había notado.

Como en el patio se mantenía aparte y en clase andaba todo el tiempo distraída, el director de la escuela había acabado por citar a su padre y le había aconsejado que llevara a su hija a un psiquiatra. El psiquiatra había diagnosticado una depresión y le había recetado unas pastillas que la hacían dormir casi doce horas y el resto del día lo pasaba medio atontada. Ahora ya no lograba seguir las lecciones y por eso había dejado los estudios y se había puesto a trabajar tras el mostrador. Había intentado hablar con Pilar de sus problemas pero mientras tanto su hermana se había casado, ya no vivía con ellos y no parecía querer saber nada. Y, en el fondo, ella sospechaba que su hermana también...

Cierra de golpe la puerta del dormitorio, quizás para espantar los malos recuerdos o encerrarlos en aquella habitación, y entra luego en la cocina pensando qué asco, la mirada perdida, las manos todavía en los bolsillos de la falda. ¡De todo eso hace ya tanto tiempo! Ahora, como tienen muy pocos clientes, ya no hace falta mantener la tienda abierta y ella ya no baja la naranjada sino que es su padre quien sube al piso. Y generalmente sucede después de la naranjada.

Al pensar en esas cosas horribles —como antes en la papelería—, le han saltado las lágrimas. Llora de rabia. De impotencia. Le falta el coraje para dejar a su padre y buscar trabajo. Tan sólo es capaz de soñar. A menudo ha fantaseado con la idea de que su padre estaba muerto. Todo sería tan diferente: ella sola despachando en la papelería, conocería a algún cliente joven, como ese que siempre viene a comprar minas de lápiz. Y también hay el otro pensamiento que persevera: la muerta es ella. Porque en el fondo tanto da quien muera. Pero esta idea pronto se desvanece: lo ha intentado con anterioridad y ahora ya sabe que es inútil. ¿Cómo va a suicidarse si ni siquiera tiene el valor de marcharse de aquella casa?

Se restriega los ojos con la manga. Debe apresurarse a preparar la naranjada. Abre el armario, saca el exprimidor blanco y lo coloca sobre la mesa de madera de la cocina. Sí, es una cobarde, piensa recordando la imagen inquietante de ese coche en el arcén tan quieto y esos qué hacer que se le apiñan en la cabeza y ese no hacer nada que es su respuesta y entonces ve el cuadro en la pared, un cuadro que no está allí, estaba en casa de sus padres cuando era niña y lo veía desde la cama, la puerta entreabierta, colgado en la pared del pasillo, antes de dormirse, un cuadro confuso que le producía una desazón como la que siente ahora: ante el perfil esfumado de una montaña que se confundía casi con el cielo pálido, había tres ciervos barcinos mirando en todas direcciones sobre una superficie verdosa y levemente abombada; a un lado, desequilibrando la composición, se intuía un bosque representado por unas oscuras franjas verticales, profundo y tenebroso; ¡qué horror!, por más que forzara la vista no conseguía apreciar qué seres ocultos entre los troncos acechaban a los confiados ciervos, tan quietos, tan desconocedores del peligro, valientes por ignorantes, ¡corred, corred!, pero no se mueven, la impotencia y la confusión de la duermevela, ella sobre la superficie combada, corriendo alrededor de los ciervos petrificados, mirando de refilón el bosque espeso, despertándose con un espasmo, adormeciéndose de nuevo con mal sabor de boca, y, por la mañana, nada, porque olvidaba el cuadro y no se fijaba en él, el día era un desvivirse de sus padres, un colmarla de atenciones, y ella se deslizaba feliz por la infancia plácida de la hija única, pero cuando caía la noche, sola en su cuarto, aparecían los ciervos y otras criaturas de su imaginación como aquella cara de pirata que se formaba en los nudos de la madera del armario cuando la iluminaba la luz tenue del pasillo, tenía una imaginación desbocada, todavía la tiene, se sabe absorta en un café en el que tan sólo hace unos días que trabaja, pensando en su infancia cuando debería estar atendiendo a esa chica que parece haberse desmayado, pero a ella las imágenes se le imponen aun estando despierta, como ahora mismo el recuerdo del cuadro o del sueño, ese sueño que la atormenta porque de alguna manera le hace sentir —ha de tener el valor de decirlo—, le hace sentir que es la asesina de sus padres, porque murieron en un accidente de coche, una noche en una carretera solitaria, cuando iban a recogerla a casa de una amiga, y ella esperando con la maleta preparada y la madre de su amiga llamando por teléfono a un teléfono que nadie descuelga y diciéndoles a su amiga y a ella id a jugar pero ya no saben a qué más jugar y además tiene mucho sueño y, cuando la despiertan por la mañana, los padres de su amiga la miran con cara grave, ha dormido vestida junto a su maleta, entonces no tenía edad para conducir pero ahora se pregunta: si hubiera encontrado el coche de sus padres accidentado en el arcén como el coche de su sueño, ¿se habría detenido?, los padres de su amiga la miran con cara grave pero no le dicen nada, que desayune, y cuando oye acercarse un coche no es el de sus padres, se baja un hombre, luego una mujer: son sus tíos, ha vivido con ellos y con sus cuatro primos desde entonces —Antonio, Andrés, Alejandro y Alberto, los cuatro nombres empezaban con A, los cuatro la habían recibido con evidente antipatía— y ahora debe trabajar, ya ha tenido varios empleos pero no le duran, se distrae tan fácilmente, su pensamiento siempre va de un lado para otro, y luego está su cobardía, que la paraliza en los momentos más importantes, como ahora mismo que no osa alzar la voz, que no se atreve a protagonizar una escena porque es nueva en el café, porque teme equivocarse, y sin embargo hay una chica desplomada sobre la mesa, el rostro macilento, el brazo doblado bajo el cuerpo, mira en todas direcciones, las mesas vacías y alineadas del interior del café; en un extremo, la barra, Pedro le da la espalda, limpia vasos reclinado sobre el fregadero; una luz blanquecina se filtra por la extensa vidriera que da a la calle; fuera, bajo la marquesina, las mesas se esparcen sobre la acera, repletas de gente, un hombre alza un brazo y le hace señas de que acuda a cobrar, Juan debe de estar en la cocina. Ella no se mueve y, sin embargo, debería hacer algo.

Si no su padre se va a enfadar. Así que toma una naranja de la nevera y la rebana en dos mitades con un cuchillo. Antes se ha quedado demasiado rato embobada en la puerta del dormitorio, se dice mientras agarra una semiesfera, se la lleva a la cara y huele la pulpa, jugosa y brillante como un iris. Su padre espera encontrar la bandeja con los dos vasos de naranjada sobre la mesa del comedor. Acerca la semiesfera al exprimidor blanco y la estruja con fuerza, encogiéndose de hombros: hoy no le va a dar tiempo de prepararla antes de que suba.

Media vuelta nimbada de salpicaduras ácidas en la mano y un murmullo anaranjado que le recorre el cuerpo en forma de escalofrío.

No piensa darse ninguna prisa.

Otra media vuelta, cuando oye la puerta que se abre y los pasos que se detienen y presiente una mirada clavada a su espalda.

Media vuelta más que desmenuza los gajos con la rabia estéril de quien aguarda lo inevitable.

Mejor no pensar en nada. Los pasos que se acercan. Ella, el cuerpo prosternado ante la mesa, la cabeza gacha, las crenchas del cabello sobre la cara, enseguida siente la caricia de una vaharada caliente en la nuca. Media vuelta cuando unas manos hurgando en su cintura, el cinturón que se desciñe, la falda que frisando las piernas se desliza hasta los tobillos.

Una vuelta entera, la embestida del odio y los ojos brillantes de la pantera que la miran fijamente.

Sí, no ciervos, sino una pantera. Inquieta, agita la cabeza para desprenderse de esa visión incomprensible, de ese cuadro desconocido pero que siente familiar, cierra los ojos y un líquido anaranjado lo baña todo, de un naranja desvaído que palpita, se enciende y se apaga, se enciende y se apaga, arrojando luz y oscuridad sobre una acera mojada por la que se ve a sí misma correr, mirando hacia atrás, como si huyese de algo, un poco mareada, arrastrando una pierna, por una acera recta como una vía de tren que sin embargo de pronto se curva y rodea un parque lóbrego del que le llega el chirrido de un columpio oxidado que no logra atisbar y, sin embargo, está segura de que se trata de un columpio, en un parque circular como una O bien negra, los ojos se habitúan poco a poco y un punto blanco en el centro del círculo se va ensanchando, va ganando terreno a la noche, como una pupila blanca que se dilatase sobre un iris negro, y, remotamente, ese tic-tac de metrónomo, seco y mecánico, tic-tac, despiadado, midiendo el tiempo vacío, el tiempo en el que no hace nada, la vista puesta en la circunferencia negra que es un volante al que hay agarrados unas manos y unos dedos sudorosos, los brazos rígidos iluminados por el resplandor anaranjado del intermitente, tic-tac, hay que hacer algo pero no se mueve, envuelta por la noche y el silencio cadencioso, rodeada de miedo, agita con violencia la cabeza para desprenderse de esas imágenes que le vienen agolpadamente y, entonces, de nuevo los ciervos, el cuadro de los ciervos, ella internándose en el bosque espeso junto a los ciervos, ¿qué busca?, sorteando los árboles espigados, apartando ramas como legañas, al otro lado, la luz cruda del atardecer, la infinita gama de rosados sombreando los últimos troncos y una presencia, una amenaza, y luego la paz bañada de lágrimas, el consuelo surgiendo a borbotones, ella abrazada a una hermana que nunca ha tenido, rollos de papel de colores por doquier, y carpetas y archivadores en las estanterías y libros y plumieres y olor a lápiz y ese sabor dulce en la garganta, necesita cerciorarse de que estas visiones no son más que una jugarreta de su imaginación, de modo que abre los ojos con inseguridad parpadeante y recobra de golpe el café, las mesas vacías en el interior, la vidriera que da a la calle y, fuera, bajo la marquesina, las mesas sobre la acera, la gente, ¡cuánta gente!, y el calor tan sofocante, luego se observa a sí misma, todavía la libreta en una mano y el lápiz en la otra, pero separadas, junto a las caderas, los brazos colgando, los hombros abatidos, los brazos colgando, sí, la libreta todavía en una mano y el lápiz en la otra, pero agarrada a su muñeca izquierda..., pero agarrada a su muñeca izquierda ¡la mano de la chica!, ¡y está caliente!, la camarera agita el brazo horrorizada, ¿cómo es posible?, la mano se suelta, ¿cuánto tiempo ha pasado?, se pregunta devolviendo la mirada al rostro demacrado de la chica, a su cuerpo desplomado sobre la mesa que en ese momento sufre un leve espasmo, un súbito inflarse y desinflarse apenas perceptible.

Quizás diez minutos desde que su padre se ha bebido la naranjada, quizás menos. Está nerviosa y un poco mareada por el calor, pero ahora ya no llora. Su padre ha estado esperando la naranjada en el comedor, vigilando la calle desde la ventana, mientras ella, en la cocina, sentada en el taburete ante la mesa de madera, con lágrimas de rabia entelándole los ojos, miraba al trasluz el vaso que ha preparado para su padre, ha visto el líquido espeso y anaranjado en las facetas del vaso y lo ha empezado a mezclar con una cuchara que ha tintineado contra el cristal. Se ha detenido de golpe porque el tintineo la ha cogido desprevenida y durante un instante ha sentido que la delataba. Por eso, cuando ha vuelto a agitar la cuchara lo ha hecho más sosegadamente, procurando que no diera contra el vaso, pero luego la rabia se ha adueñado de su mano y ha perdido el compás y a pesar de que el repiqueteo de la cuchara resonaba en las paredes de la cocina no ha dejado de remover frenéticamente la naranjada, que se derramaba por el canto y, pegajosa, le teñía la mano. Se ha chupado el dedo mojado y de inmediato ha pensado que quizás no debía haberlo hecho. Se ha levantado del taburete, ha corrido a secarse con el trapo que pende del pomo del armario y se ha enjuagado la boca con agua sorbida directamente del grifo. Por un momento, se ha sentido embargada por la emoción y el miedo: aquel día no era como los otros. Ha respirado hondo y ha regresado al taburete.

En la mesa se yerguen los dos vasos llenos de naranjada. Ahora hay que poner azúcar, mucho azúcar: en su naranjada, porque le gusta dulce y, en la de su padre, para ahogar el sabor seguramente amargo del polvillo blanquecino que ha arrojado tras vaciar, una a una, las cápsulas, mitad rojas, mitad amarillas, del bote de somníferos. Hace un rato se ha encerrado en el lavabo henchida de odio y de rabia para limpiarse y, sin poderse quitar de la cabeza aquella idea fija, se ha metido las cápsulas en el bolsillo de la falda y ha regresado a la cocina. Su padre no estaba en el comedor. Quizás había bajado a la tienda o descansaba en el dormitorio. En la cocina, ha cogido un vaso alto. Su mano trémula ha urgado en el bolsillo y, dándole la espalda a la entrada, ha sacado una cápsula. Ha sujetado un extremo en cada mano, la mitad roja entre el índice y el pulgar de la mano izquierda, la mitad amarilla entre el índice y el pulgar de la mano derecha, y ha tirado de ambos extremos sobre la boca del vaso hasta separarlos. Un polvillo blanquecino ha caído en el fondo. Sin embargo, la cápsula no se ha vaciado completamente y ha tenido que pellizcar el extremo rojo para forzar la salida del medicamento apelmazado. Luego se ha metido en la boca las dos mitades de la cápsula vacía. No sabían a nada pero ha notado su superficie plástica sobre la lengua que poco a poco se ha ido reblandeciendo hasta adquirir la textura de un pedacito de macarrón y entonces se la ha tragado.

Una segunda cápsula y una tercera. Al vaciar la cuarta se ha detenido a mirar el promontorio blanquecino que se alzaba en el fondo del vaso. Parece inocuo —ha pensado con una seguridad que le es desconocida— y sin embargo es el resultado de decantar cientos de sueños. La substancia misma del sueño, pero concentrada, solidificada. Ha tirado más medicamento, se ha tragado más cápsulas. Ha bebido un vaso de agua para quitarse la sequedad en la boca y ha continuado vaciando cápsulas. En ese momento se ha abierto la puerta.

Su padre la mira somnoliento desde el umbral.

—¿La naranjada?

Ella no sabe lo que hace porque alza el vaso vacío en cuyo fondo se amontona el polvillo blanquecino, construye una sonrisa y le tiembla la voz al decir:

—Enseguida estará.

—¿Pero todavía no está? —le recrimina su padre—. Va, niña, date prisa, que puede venir algún cliente —y sale.

Una excitación muy intensa se apodera de ella. El frío que le recorre la espalda, el pulso acelerado, la boca semiabierta, los labios temblorosos, la carne de gallina en el pecho y en los brazos, los pelos erizados. Se apresura a coger otro vaso del armario y lo coloca sobre la mesa de la cocina, junto al otro vaso, al exprimidor y a la jarra en la que ha vertido la naranjada. Llena hasta arriba los dos vasos mientras las palabras de su padre le retumban en la cabeza. Va, niña, date prisa. Ella no es ninguna niña, a ver si de una vez se enteraba. En el taburete se sienta y, con lágrimas de rabia en los ojos, mira al trasluz el vaso que ha preparado para su padre, ve el líquido espeso y anaranjado en las facetas del vaso y lo empieza a mezclar con una cuchara que tintinea contra el cristal y que le hace detenerse de golpe, pero luego ya no le importa nada y remueve la naranjada frenéticamente porque hay que disolver el polvillo blanquecino, y el líquido se desborda y le mancha un dedo. Se lo chupa y enseguida se arrepiente de ello. Corre a secarse con un trapo y se enjuaga la boca. Y, ahora, azúcar, mucho azúcar. Cuatro cucharadas al menos.

Lo encuentra de pie junto a la ventana del comedor, mirando a la calle.

—¡Ya era hora!

Ella deja la bandeja sobre la mesa redonda y agarra un vaso. Su padre se acerca, coge el que queda y regresa a la ventana mientras ella se queda cabizbaja junto a la mesa, sosteniendo el vaso ante el pecho. Sin mirarle le oye sorber el líquido de un tirón.

—¡Qué dulce! —exclama él y ella imagina la mueca desaprobatoria de su padre, aquel alzamiento de cejas y el negar con la cabeza, su cara de fastidio—. A ver si vas con más cuidado con el azúcar.

Su padre camina hacia ella, devuelve el vaso vacío a la bandeja y le pone la mano en el cuello. Ella no alza la vista al notar su mano sino que la mantiene fija en el vaso vacío sobre la bandeja.

—No tardes —la mano de su padre le da unas palmadas. Luego, unos pasos que se van, una puerta que se cierra, los peldaños, huecos y acompasados, que se despliegan y después se desvanecen.

Exaltada, jadeante, corre a la ventana, desde donde tiene tiempo de verle salir del portal, caminar por la acera y meterse en la tienda. Entonces rompe a llorar, no sabe si de alegría o de nervios y miedo. Encorvado el cuerpo, la mano apoyada en el antepecho de la ventana, llora espasmódicamente, diciéndose: Ya está.

Ha regresado a la cocina bebiéndose la naranjada, perdida en sus pensamientos, y a continuación se ha puesto a limpiar los vasos sin saber por qué. Se pregunta cuánto tiempo ha pasado. Quizás diez minutos desde que su padre se ha bebido la naranjada, quizás menos. Está nerviosa y un poco mareada por el calor, pero ahora ya no llora. Recorre de una lado a otro la cocina tratando de decidir si debe permanecer en la casa o no. Al final, toma una determinación: mejor marcharse, no quiere estar allí cuando suceda.

Sin pensarlo dos veces, sin detenerse a recoger nada, se abalanza sobre la puerta, baja apresuradamente las escaleras, cruza la calle sin mirar y corre sobre la acera con una pierna un poco tiesa, dejando atrás casas y más casas, manzanas enteras, atravesando nuevas calles sin saber adónde se dirige, embriagada de una vaga felicidad que le hace sonreír bobaliconamente.

Se gira —nadie la sigue— y su correr parece que pierde sentido. Ahora camina por ese barrio desconocido, por esas calles atiborradas de gente que pasea en todas direcciones. Divisa en un chaflán unas mesas sobre la acera y de pronto le entran ganas de sentarse entre aquellas personas y de pedir algo tan sencillo como un té, algo que le quite el ligero mareo de la emoción, le entran ganas de descansar un rato entre aquellas personas como una persona más; sin embargo, cuando se ha encontrado entre las mesas y ha visto a la pareja que se abraza, a la joven que lee un libro ante una taza de café, al hombre que habla con una mano en la montura de las gafas mientras otro le escucha con una sonrisa irónica, cuando ha visto a toda aquella gente, quedarse en la calle le ha parecido obsceno, de modo que ha corrido a refugiarse al interior: traspasa la puerta que bajo la marquesina se abre en la cristalera y busca una mesa, cualquiera de aquellas mesas tan bien alineadas del interior sirve porque todas están vacías.

Iba a pedir un té, algo tan sencillo como un té, pero cuando la camarera se ha acercado a la mesa tan sólo ha sido capaz de sonreír, le pesa la cabeza y luego hay ese zumbido grave que casi imperceptiblemente va virando hacia tonos más agudos, ascendiendo la escala peldaño a peldaño, apoderándose poco a poco de su cuerpo tembloroso y al final se le ha nublado la vista, el contorno borroso de la camarera se ha encogido y luego en cambio se ha elevado rápidamente por los aires al tiempo que el tablero de la mesa se acercaba atraído por su cuerpo y la oscuridad de la madera se le ha pegado a los ojos.

Una paz, un silencio negro. Al cabo de un rato ha comenzado ese culebreo en el cerebro: se han encendido unos puntitos brillantes y la oscuridad se ha teñido de verde. Sobre ese fondo afloran, como en el revelado de una fotografía, las figuras de tres animales, quizás tres potros. Dan un paso indeciso hacia adelante y otro paso hacia atrás, así una y otra vez, con un balanceo hipnótico. Junto a ellos, se alza, como un muro, un bosque frondoso y de ondulante ramaje, profundo como un océano, iluminado por una luz cruda, y, más allá de los apretados troncos, moviéndose sigilosa entre las sombras, refulge una mirada felina en el mismo instante en el que la camarera se desprende de su mano.

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Copyright ©Francesc Sabtedí, 1996
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Fecha de publicaciónSeptiembre 1996
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